Por María de Vargas
Era el 23 de junio de 2016.
El curso se había acabado, todos los niños estaban emocionados hablando con sus compañeros alegremente sobre sus planes para el verano y su recién recuperada ‘libertad’.
Aunque no todo el mundo sonreía.
Había una niña de doce años que miraba de forma ausente por la ventana. No, no miraba, recordaba.
Había tenido recientemente un sueño, al cual llevaba dándole vueltas todo el día.
En el sueño una niña de seis años arrastraba a su madre a través de un parque de atracciones. Las dos iban buscando unos servicios, girando cada esquina y empujando a unas cuantas personas.
Andaban a un paso rápido, la madre iba sujetando a su hija, que parecía a punto de salir corriendo. Un último giro y los vieron.
Ambas bajaron corriendo las escaleras, y cruzando la plaza, llegaron hasta los baños.
Unos minutos después, la niña salió del baño y, al ver que su progenitora no salía del baño, se recostó contra la pared del establecimiento.
Ahora que no tenía prisa pudo observar bien la plaza.
Ésta era semi-subterránea, con paredes de cemento cercándola. Unos adoquines de piedra componían en suelo, desgastados por el paso del tiempo. Al lado de las escaleras que daban a las otras calles circundantes, una máquina de refrescos de un rojo brillante descansaba en el extremo izquierdo. En el centro, dentro de un arriate redondo, un roble se erguía en medio de la plaza.
Unos pocas horas después, la pequeña avanzó unos pasos hacía el árbol, pero tan pronto como la repentina brisa se levantó, se paró en seco.
El viento se volvió más fuerte, concentrándose alrededor del roble y llevándose las semillas esparcidas por el suelo al aire, creando un precioso torbellino de colores amarillentos y beige.
Segundos después, la brisa desapareció tan repentinamente como había llegado.
La niña miró a los lados, para no encontrar a nadie. Las únicas pruebas de lo que había pasado allí eran la nueva posición de las semillas y ella misma, que estaba cubierta de éstas.
Antes de que la pequeña pudiera procesar lo que había pasado, su madre salió de los baños y la cogió de la mano, comenzando a rehacer el camino de vuelta hasta el resto de la familia.
Mientras la niña subía las escaleras, se preguntaba: ¿Qué ha pasado…?
A medida que caminaban, ella repitió la escena en su cabeza y, aun si saber que causó ese viento, una idea cruzó su cabeza: Puedo volver a verlo, sólo tengo que volver a la misma hora.
Con eso, le preguntó a su madre: Mamá, ¿qué hora es?
La mujer frunció ligeramente el ceño ante la inesperada pregunta, pero aun así respondió: Las tres y dos, cielo.
La chica se grabó a fuego en la memoria esa hora, pero una voz en su cabeza le susurró: Tendrá que ser el mismo día, ¿no crees?
La pequeña ignoró ese pensamiento, decidiendo que tener una pequeña esperanza era mejor que ninguna.
Y con eso, la promesa se cerró: La próxima vez que vuelva, vendré a esta misma plaza, a esta misma hora.
A las tres. Las tres en punto.