A mi abuela…

Por Pingüicas

Ésta ha sido una semana difícil para nosotros. Mi abuela, la querida “Bisa” de mis hijos, murió. Es la primera vez que mis hijos experimentan la muerte de manera cercana.

Mi abuela era una bisabuela muy presente en la vida de mis hijos. A las comidas en casa de Abu, frecuentemente llegaba Bisa, siempre con algo especial para sus bisnietos, desde una charola de pan dulce o unas galletas, hasta un juego de té miniatura de cerámica para Pía, unas canicas para Pablo o bien, un caballo de palo para Luca. A menudo, los niños quedaban impresionados con el talento de Bisa para hacer figuras de origami con cualquier papelito o bien, con su habilidad para recitar de memoria divertidos poemas de Rafael Pombo.

Para mis hijos, el ir a visitar a mi abuela en la residencia en la que estaba viviendo era toda una aventura que les causaba emoción. Los jardines de su casa no sólo resultaban un lugar perfecto para ir a jugar, sino que Bisa sabía cómo hacer estas visitas todavía más especiales, convirtiéndolas en picnics improvisados, dándole de comer a mis hijos lo que más les gusta comer en esta vida: pizza. Sí, Bisa los conocía perfecto. Y ellos, la conocían perfecto a ella.

No pasó ni un mes desde que nos enteramos de su enfermedad. Coincidió justo con el regreso de nuestro viaje. Sin embargo, durante las primeras semanas, debido a su delicado estado de salud, una gripa que nos atacó a todos nos impidió ir a visitarla. No obstante, los niños estaban perfectamente conscientes de que algo andaba mal con su Bisa. Percibían mi preocupación. Y así, cuando sonaba el teléfono y era mi mamá, Pablo me decía: “Mamá, córrele, te habla Abu. Tal vez tenga alguna noticia sobre Bisa…”.

La última vez que ellos la vieron fue desde lejos, paraditos afuera de la puerta de su recámara. En el camino yo ya les había platicado que no podrían estar cerca de ella, ya que sus defensas estaban demasiado bajas. Sin darle mucha importancia y sin saber que sería la última vez que la verían, la saludaron agitando sus manitas y Pablo le gritó: “Bisa, mejor nos vamos a jugar al jardín porque no queremos que nos contagies”, lo cual le sacó una carcajada a mi abuela, quien les mandó un beso y les dijo: “Váyanse pues, a jugar”.

La mañana que mi abuela murió, llame a los niños a mi cama. Pablo vio mi cara y supo inmediatamente. Se soltó llorando. Me costó mucho trabajo encontrar las palabras para explicarles lo que estaba sucediendo, mientras consolaba a Pablo.

Luca, quien todavía no cumple 3 años, rápidamente perdió interés en la conversación. Siguió jugando con su carrito. Se dio la vuelta y salió del cuarto.

Pía se quedó calladita escuchando y mirándome. Cuando terminé, lo único que dijo fue: “¿a qué hora vamos a desayunar?”.

Era mucha información y sobretodo, difícil de asimilar. Simplemente asumí que Pía no había entendido bien lo que yo le había tratado de decir. Sin embargo, esa noche, a la hora de rezar, ella interrumpió a su papá: “No, no es angelito de mi guarda. Es Bisa-ángel de mi guarda”. Y así es como ella reza desde ese momento.

En los últimos días, Pablo ha tenido muchas preguntas acerca de la muerte. Pía simplemente no habla de ello. Sin embargo, escucha y pone mucha atención. Y el otro día que íbamos a una misa en casa de Bisa, Pablo me preguntó acerca de las cosas que habían quedado en su cuarto:

―¿Se las vamos a enterrar?― preguntó.

―No― respondió con mucha seguridad Pía― se las vamos a aventar para arriba hasta que le lleguen al cielo.

Y entonces, me quedó clarísimo. No era que Pía no entendiera. Al contrario, ella entendía perfecto lo que a muchos de nosotros nos estaba costando trabajo entender. Por eso no lloraba, por eso no estaba triste. No había perdido una bisabuela, sino que había ganado un ángel.

Gracias por todo, abuela. Gracias.

Bisa-angel de mi guarda… te vamos a extrañar.