En este país estamos todos enfrentados, dijo el taxista. En este país la derecha recalcitrante no deja gobernar, dice Andrés, mi amigo peronista. Este país estaba sumido en el hastío y Néstor Kirschner, ese antilíder con cara de boludo que asumió el problema argentino con el 20% de los votos, le devolvió la pasión a fuerza de salir a la calle y abrazar a la gente, dice Claudio, un arquitecto con el coco muy bien amueblado, que tiene bien clara la manipulación a la vez que no puede (ni quiere) negar la índole del proceso de recuperación material y espiritual del país. En la Argentina, el que se mete con Evita termina mal, dijo una vez el periodista y escritor Tomás Eloy Martínez, al presentar a la vez su libro Santa Evita y confesar el diagnóstico reciente de un cáncer de pulmón, que a la postre lo mató. Cristina va abandonando su condición de viuda mientras prepara su cuerpo para recibir como huésped al espíritu de Evita. Ya no lleva el negro riguroso, que se va manchando con algunos toques de color.
Cristina eterna y efímera plantean algunos desde una prensa entronizada con Lucifer como lo más abyecto, rastrero, inmundo, vende patria, lame culos de la derecha, vendida al imperio yankee, en fin, opositora.
Argentina es una potencia latinoamericana con más de 30 millones de habitantes la mitad de los cuales viven, sobreviven y malviven en la capital y la provincia que la contiene. Y Buenos Aires puede ser la capital mundial de la paradoja, donde los pobres comen y los ricos ventanean. En este país todo es política que se vive de manera irracional y sanguínea. Nada puede respirar fuera de la dinámica del estás conmigo o estás en mi contra. Un modelo que los que están a favor definen como social-popular y los que están en contra como popular-autoritario. No hay proyecto que trascienda al nombre propio; no hay conversa posible fuera del griterío que se arma a los dos minutos de haber comenzado una conversación. Nadie ha podido descifrar ni exorcizar al peronismo y su poder de ultratumba y yo no voy a intentarlo ahora. Me dejo llevar por la emoción y por la fuerza innegable de un país brutal y creativo como pocos en los contextos de convivencia conocidos. Y me quedo en Buenos Aires. Es una de las ciudades más lindas del mundo. Conducir aquí es imposible, aún para el colectivero más avezado, sin embargo perderse es un regalo a las vistas, una fuente infinita de inspiración.
Vine a Buenos Aires a ver tantos amores. Mi viejo, mis amigos, la ciudad, y vine a Buenos Aires a conocer gente de puta madre que no tenía ni idea que iba a cruzarse en mi camino. Vine a comer y a beber vino. Vine a beber el vino de una bodega en particular. Y terminé por montar la gran comilona en un sitio que no conocía y podía haber resultado un fiasco. No puedo decir que À nos amours es el mejor sitio de Buenos Aires porque mi prudencia forjada en la contenida Catalunya no me lo permite; pero si me dejo llevar por la irracionalidad porteña, no tengo problema en afirmarlo. Si pasaste por la ciudad y no fuiste Á nos amours, entonces no estuviste en Buenos Aires.
Cuando nos encontramos todos en la esquina porteña de Gorriti con Araoz, pleno barrio pituco (pijo) de Palermo, donde en este momento se respira glamour y gastronomía inn, donde te cruzas con las caras conocidas de la tele y las tablas del off porteño, temblábamos en coro. Unos porque confundían comida orgánica con falta de carne, imaginate!!!! Y yo, porque había invitado a mi padre y su mujer, y pensé que dejaría sobre la mesa un ojo de la cara*. Pero además confieso el más terrible de todos los temores, el restaurante en cuestión está llevado por gabachos y sentía que la combinación de la sanguineidad porteña con el caraculismo franchute podría producir un choque violento.
Yo que crucé el Atlántico para atracarme unas cuantas botellas de Finca La Rosendo entre pecho y espalda, voy me tiento, me dejo conmover por la circunstancia y siento a la mesa una bomba de relojería. ¿Por qué?
Apelé a los aprendizajes terapéuticos, hice de cuenta que somos todos adultos, cerré los ojos, respiré profundamente hasta bordear la hiperventilación y me entregué a lo que viniera.
Fiesta, locura y descontrol. Los más incrédulos cayeron rendidos ante la cocina de mercado y orgánica que condujo Óscar, él solito. A cada plato una exclamación, a cada bocado, un éxtasis.
Pedimos los tres entrantes y tres de los cuatro segundos. Almejas con velouté de limón, croquetitas de mijo y presitas de pollo orgánico; risotto de remolachas con una delicadísima salsa de puerros (del que Óscar no tuvo ningún problema en contar la fórmula), ñoquis caseros de batata (boñato) en su punto perfecto y costilla de cerdo (de tamaño chuletón asturiano) descansado en un lecho de dos rodajas de zapallo asado y acompañado por una salsa de quinotos, con los frutos enteros, que al morder junto con la carne explotaban en la boca recordando aquellos polvos únicos, irrepetibles, esos que recuerdan que te hacen morir un poco.
Si el momento gastronómico era una incertidumbre total, imaginen lo que era pedir vino!
Yo sabía que quería tomarme todo de Finca La Rosendo. Y hasta ahí Constant me siguió. ¿Qué es lo que pasa cuando pides vino que no conoces, de un terroir que no conoces? ¿Cómo encaras esa botella? Esto es tema para un post en si que vendrá, pero yo tenía que sintonizar con esto. Y me dejé llevar. Al probar estos vinos supe de entrada que estaba en contacto con algo bien hecho, hasta donde conoce mi experiencia, de una honestidad fascinante. Estaba ante la prueba que también en Argentina se puede encarar la biodinámica, los proyectos en pequeño, hacer, como dice Pousson, grandes vinos de pequeñas bodegas. Finca La Rosendo está en Mendoza, no produce más que unos miles de botellas en total y algunos cientos de cada vino que bebimos. El primero, muy joven de 2012, coupage de uvas criollas con Syrah, el segundo 100% Syrah. Para mi, una de las pruebas del algodón, era vivir las reacciones de mis compañeros de mesa, acostumbrados y mucho a otros paladares. Y cayeron rendidos a estos vinos. Es más, sin que yo hubiera dicho nada, la arquitecta que tenía que seguir trabajando luego, dijo que no sentía la más mínima pesantez, y que sabía que no tendría obnubilado el pensamiento! Ja! Gol! Pensé yo, completamente aclimatada al estado de ánimo general.
A la hora de continuar tomamos lo que Constant quiso. Nos dejó un culito de algo que había por ahí (señal de que le caíamos en gracia). A mi me pareció súper interesante, pero era demasiado para los comensales. Sin sulfitos, con aromas a caca (encierro y carbónico) y algo que les refería a plátano (probablemente fruta madura y añada cálida).
No Constant, vayamos por otro lado. Nos trajo el vino más caro de la carta, Cuatro Manos, un Malbec de 2011 mendocino. Y ahí nos conquistó para siempre. A cada botella que abríamos mis colegas morían un poquito. El primero me pareció más tal cosa que el segundo; el tercero es mi favorito; el Riojanito no me gustó pero reconozco que tiene algo, y así hasta la estocada casi rastrera.
Como si quisiéramos negar la Argentina enfrentada los unos contra los otros, como si tuviésemos la necesidad vital de demostrar que somos gente que sabe querer a primera vista, como si creyésemos contra toda esperanza en el ser humano, Constant, el gabacho que llegó hace dos años desde París para vivir en el campo pero se quedó en la gran ciudad, abrió una botella de lo mejor y nos reconcilió con la vida para siempre.
*Comimos, bebimos y nos sentimos las personas más felices del universo por 20€ p/pax.
Fuente: Observatorio de vino
A mis amores de aquí y de allá.