Título en español : La muerte sin nombre
Editorial : Planeta
Año de publicación : 2004
Santiago Nazarian (São Paulo, 1977) perteneció al grupo de escritores seleccionados para el Bogotá 39 del año 2007, al igual que sus compatriotas Adriana Lisboa y João Paulo Cuenca, donde también estaban los nacionales Ivan Thays, Daniel Alarcón y Santiago Roncagiolo. Leí sobre el evento desde el otro lado del mundo y dos años después, a mi llegada al Brasil, en una buena entrevista que el gran Jô Soares realizó a éste escritor me hizo recordar de su existencia; de no haberla visto quizá el nombre de Nazarian hubiera quedado en el olvido.
“Olivio” (2003), segunda obra escrita, pero primera a ser publicada, se alzó con el premio Fundação Conrado Wessel, así esta, su obra prima, pero segunda a ser publicada, fue editada bajo el sello de una grande casa editorial como Planeta.
Esta obra me deja sentimientos encontrados: es jodido adecuarse a la manera como está estructurada esta narración, con frases cortas, en su mayoría separadas con demasiados puntos, que en muchos momentos la hacen tediosa, pues no hace que las historias de los breves capítulos fluya, aunque ése no es un demérito de Nazarian, muchas obras en la literatura brasileña pecan y abusan de esa manera de escribir.
Lo bacán y muy interesante es encontrar algo totalmente diferente a lo que hay, como que la protagonista principal, Lorena, una perturbada muchacha sea una “serial suicide” o “suicida en serie”, y los lectores asistamos a las diversas muertes que la protagonista se inflige en cada capítulo, renaciendo al siguiente, algunas veces con el recuerdo del suicidio anterior, y decidida a matarse nuevamente. Aquí no hay arrepentimiento o cavilación sobre una salida alterna, la única seguridad que ella tiene es elaborar alguna manera de cómo se irá matar, nuevamente, despertando el morbo en mí por saber cuál será la nueva técnica que irá a usar. Mentalmente le sugiero algunas ideas. Páginas más adelante aparece mi sugerencia; no estoy tan mal para alguien que no se quiere matar. No hay dolor en ella, por el contrario, parece haber placer, lo único que parece dolerle es verse viva al capítulo siguiente.
Las situaciones absurdas, novedosas, están salpicadas con un fino humor negro que Nazarian sabe plasmar, como pinceladas.
El conocer esta obra y este autor es una experiencia innovadora en la literatura contemporánea latinoamericana, claro, adecuándose a la manera como está escrita.
Pero Santiago. No jodas. Hermano. Que hay comas. (,). Puntos. Y más puntos. La historia. En muchos trechos. No despega. Me traba. Me corta. No fluye.
Problema de forma y no de fondo. De no ser por los putos puntos a cada frase corta, la hubiese disfrutado más. Igual, rescato la idea en la historia, diferente, que me hace tener otro nombre por buscar en los anaqueles, el de Santiago Nazarian.
“Le pedí a Miguel que me muestre el mar. Estábamos cerca, yo lo sabía. No era por el olor de las olas, ni por percepciones ancestrales, era una placa de señalización a nuestra izquierda.
- Lorena, tengo que regresar para casa.
Sonreí para él como sólo sonreiría para algún gran amor. En fin, es así, Miguel, cumple su papel. Él sonrió también. Y llegamos a un gran peñasco, con vista para el mar.
Lamentablemente el cielo estaba nublado. El mar estaría más azul. El viento sería menos melancólico. Los ojos de Miguel serían más claros, reflejando el azul de los míos, que estarían mirando para arriba.
Pensé en coger con Miguel allí mismo, mi garzón. Me serviría. Sería así que quedaría embarazada y tendríamos hijos corriendo en dirección a la playa. Así sería, abriría las piernas, ellos saldrían en dirección al mar. ¡Qué bonito! Y mi risa alta y sonora fue vil y cínica.
Decidí entonces parar de reír. Disculpa, Miguel, no puedo. Regresemos. Percibí que él hasta estaba disfrutando de la vista. No quería terminar tan temprano. Pero necesitábamos regresar. Él necesitaba trabajar. Yo necesitaba encontrar nuevas formas. De matarme. Lo necesitaba.
Al entrar al carro me sentí casi feliz por ser así tan libre, para morir como quisiese. Estacionada o en movimiento. Decidí pensar en otra cosa, o no llegaría al final del capítulo. Y todo capítulo termina, aunque el autor muera antes. De no concentrarnos, nadie muere al final. Miguel, llévame de regreso.
Lo encontré casi lindo, así, ¡tan argentino! Y le sonreí agradeciéndole por su belleza. Esta sonrisa fue por su belleza. Porque él sonrió medio forzado. ¿No sabes? No sabe cuán bello es porque es hombre. O argentino. No sé.
Ahora estaba logrando llevar todo con tranquilidad. ¿Vamos comer un churro? Me dieron ganas. Cerré la boca y me quedé escuchando el ruido de la calle, allá abajo, tan bonita, raspando sobre las llantas. Me imagino raspando sobre ellas. Si decidiese saltar, continuaría en movimiento, aún después de muerta.
Encendí un cigarro más, como hago siempre cuando no sé qué hacer. Miguel ya estaba prevenido con el cinturón de seguridad, fue entonces que agarré sus testículos y amenacé apretar. “¡Lorena, estoy manejando!”
No vamos a chocar el carro. Sería un desperdicio. Concéntrate en la calle, yo encontraré una nueva salida. No quiero estar andando en círculos, ya pasamos por eso. Recosté mi cabeza en su hombro, y él se enterneció. Sólo estoy probando la suavidad de sus hombreras. “Yo no estoy de hombreras.” ¿No? ¿Me vas a decir que esos hombros son todos tuyos?
Ni nos percatamos cuando se aproximó. Enorme, reluciente, metal y caucho en movimiento. Contorciendo fracasos, abrazando nuestro desánimo, presionando intenciones sobre nuestros cuerpos. Del lado inverso, de la dirección contraria, llegó. Miguel ni pudo intentar alguna reacción. Yo cerré los ojos lamentándome. Avanzó sobre nosotros, penetrándonos con violencia. Se inclinó sobre nuestra cabeza y derramó gasolina en mis ojos. Yo, que todavía reflejaba el océano.
Cuando paramos, seguí el rastro de la sangre, como un hilo de cabello, escurriendo de la cabeza de Miguel, bajando por las mandíbulas, manchando su blanca camisa. No podía moverme y evitarlo. El cinturón trabado. Lo siento mucho. La culpa fue mía. Miguel cierra los ojos. Asiento reclinado. Y el fuego a nuestro alrededor se aproxima. No quiero que sea así. Mi muerte incendiaria debería ser doméstica, quemándome, y conmigo todos los rastros de mi pasaje por la tierra, en casa. ¿Pero qué puedo hacer con las manos atadas? Accidentes también suceden. Y también tengo que narrarlos. Lo siento mucho, Miguel. Ni puedo darle un beso de despedida.”
Páginas del 72 al 74.