Partiendo de aquí, habría dos cosas que sería importante comprender. Una, cómo hacer compatible esa tendencia de nuestro cerebro a responder a la ley del mínimo esfuerzo con aquello que, en sentido opuesto, afirmaba María Zambrano, y que tampoco resultaría difícil confirmar, sobre el hecho de que “toda vida se vive en inquietud”, o aquello otro de lo que hablaba Ortega sobre “el estado de alerta sin el cual el hombre no puede, no tiene derecho a vivir”. Y, por otro lado, resultaría interesante conseguir hallar las fuentes últimas de donde manan las creencias, la manera en que se instalan en las gentes los criterios de valoración que nos permiten (¿o nos imponen?) entrar en sintonía con los demás, acatar los modos de evaluación mayoritarios. Podríamos decir, para empezar, que la instalación en las creencias, en el estado de opinión mayoritariamente dominante en nuestro grupo de referencia, es nuestro estado basal, el modo de funcionamiento mental inicialmente preferido por nuestro cerebro, y sólo nos sentiremos obligados a pensar, para saber qué es lo que debemos elegir o cómo comportarnos, si conectamos previamente con el estado de inquietud o de alerta, es decir, si sentimos que de alguna manera nos han fallado o nos resultan insuficientes nuestras creencias; es a esta última situación a la que se referían Zambrano y Ortega.
¿Cómo se constituyen esos aliviaderos de nuestro esfuerzo mental que desembocan en las creencias? ¿Cómo se construye primero y se generaliza después ese estado mental colectivo que las sustenta? Ese estrato de nuestra mente, como decimos, no está habitado por ideas, no es el resultado de un esfuerzo mental deliberativo, sino que está compuesto de algo que evolutivamente precede a nuestra capacidad de razonar: el sustrato con el que se constituye se forma con todo lo que puede ser acogido dentro de aquella perezosa disposición nuestra a dar por sentadas las cosas. Si de algo podemos sentir que nos viene decidido, nuestra inercia mental nos lleva, como en el experimento antes descrito, a darlo por hecho, a creer en ello (con lo cual, efectivamente, nos ahorramos el ingente trabajo que significaría tener que pensar sobre todo aquello que debamos hacer o decidir). De este modo, si hablamos con propiedad, podemos decir que mientras que una idea se tiene, en una creencia se está.
Si las ideas se expresan a través de silogismos (mejor o peor construidos), las creencias lo hacen a través de símbolos (imágenes mentales o externas) o de afirmaciones elementales que no necesitan demostración, que no necesitan, para resultar convincentes, de un esfuerzo intelectual añadido. De ahí que Ortega pudiera incluso decir que “los credos políticos (…) son aceptados por el hombre medio no en virtud de un análisis y examen directo de su contenido sino merced a que se convierten en frases hechas”. Si la razón es el medio ambiente en el que se desenvuelven las ideas, el propio de las creencias son las imágenes, en cuanto que portadoras de símbolos, y las consignas.
Uno de los movimientos sociales que a lo largo de toda la historia mejor supo desenvolverse en ese estrato mental que acoge nuestras creencias y que es previo y más profundo que el que conforman nuestras ideas, fue, sin duda, el régimen nazi (lo cual no quiere decir que los nazis no tuvieran también una ideología). La simpleza de los discursos de Hitler, considerados desde el punto de vista de su fuerza argumentativa, no era tal si los valoramos según este otro criterio que alude a las creencias, a la elocuencia expresiva, a nuestra necesidad primaria de encontrar ya decidido aquello que hemos de elegir. Por otro lado, la potencia estética de toda la parafernalia nazi que servía de sustento a su simbología (uniformes, antorchas, banderas, desfiles, canciones, folklore…) resultó emocionalmente arrolladora: no hay más que ver la manera en que, sin tener que distraerse buscando sustento en el ámbito de las ideas, sedujo a los alemanes. Y redondeando este conglomerado mental y emocional que servía de cauce al pensamiento visual en el que el régimen nazi se sustentó, la fuerza bruta fue el último factor de sugestión que hizo que finalmente todo el pueblo alemán vibrara casi al unísono.
Entonces, de vuelta del trance hipnótico, es cuando a las ideas les corresponde tomar el relevo.