Habiendo seguido por televisión la primera parte del “invento” de Simón Casas en Valencia de partir la Feria de Fallas en tres (novilladas, encastes y figuras), me viene a la memoria la rivalidad que, fundamentalmente en el año 1950, mantuvieron de novilleros Julio Aparicio y El Litri y que los aficionados mayores, de los que pretendo siempre rodearme, tanto me han hablado.
Los novilleros llegan ya a la plaza como figuras, olvidándose de ser lo que verdaderamente son. Se vislumbran ciertos detalles en ellos pero que no llegan a ser suficientes como para seguir alimentando las esperanzas del sufrido aficionado. Situación muy diferente, incomparable diría yo, a la de mediados del siglo XX cuando aquellos dos chavales demostraron que su ambición, y posiblemente su hambre, estaba por encima de todo. Solo de esa manera se pudo conseguir lo que ellos lograron: una competencia novilleril que se podría catalogar como de las más intensas de toda la historia de la Tauromaquia.
Cómo sería el entusiasmo que que aquella rivalidad causó entre los aficionados para que una feria tan importante como la de San Isidro se convirtiera en un ciclo de cinco corridas de toros para dar paso luego a tres novilladas en las que intervenía la mencionada “pareja”. El mayor apogeo llegaría precisamente en Valencia, que en su tradicional Feria de Julio, se olvidó de los matadores de alternativa y organizó seis novilladas en las que intervinieron, en todas, Aparicio y Litri.
Ambos fueron capaces de mantener una rivalidad feroz que transcurrió entre la pasión de los espectadores. Los más clásicos se decantaban por el toreo dominador, poderoso, lleno de casta y no exento de clase de Julio Aparicio; los más heterodoxos, sin embargo, se inclinaban por la valentía, el arrojo, la temeridad y el cierto atropello de Miguel Báez “Litri”, torero de dinastía, nieto de un modesto espada, hijo de un digno matador de toros y hermano de una promesa firme, a la que se llevó por delante en Málaga un toro de Guadalest.
Por aquel tiempo, y en torno a los novilleros del momento, también salió a relucir un tema tan de actualidad hoy día; se decía que en los festejos en los que intervenían salían reses muy chicas y que además estaban afeitadas. Tal cual ocurre ahora. Ya no solo las figuras, los que mandan, “exigen” estas condiciones en sus toros, sino que a los novilleros se les engaña de la misma manera contándole la mitad del cuento y no haciéndoles partícipes del riesgo “íntegro” que esta profesión conlleva. No viví la época de esta rivalidad entre Aparicio y Litri, pero teniendo en cuenta su mandato sobre el escalafón pues no debía de extrañar lo que muchas crónicas cuentan que salía por chiqueros. Al fin y al cabo mandaban, hasta para eso, y prueba de la fuerza que llegaron a tener se palpa hasta el punto de que las novilladas desplazaron a los festejos mayores. “Los niños”, como se les llamaba cariñosamente, vinieron con la escoba y barrieron a prácticamente todos los diestros de la generación manoletista y a la inmediatamente posterior.
Julio Aparicio y Litri volvieron a traer a los ruedos, y también a los tendidos, la pasión, el interés por la Fiesta, algo por aquél entonces diluido por la muerte de Manolete, y el hecho de que con ellos surgieran una pléyade de grandes novilleros, como Antonio Ordóñez, Manolo Vázquez o Juan Posada. Se incrementó, de este modo, el vivero. Aparicio dicen que fue un extraordinario torero y Litri el diestro más emotivo. Sus cites de largo al natural, “litrazos”, quedaron en el recuerdo de muchos aficionados que ahora nos lo cuentan a nosotros.
No es cuestión de decir que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero sí debía de servir para echar la mirada atrás y saber rescatar, o adaptar a nuestros días, lo mejor de aquella época.