¿A Roma con amor?

Publicado el 28 julio 2012 por Nicopasi

A lo largo de la historia Roma supo alzarse no sólo como una ciudad que burlaría el implacable paso del tiempo sino que, además, se ubicaría como “eternamente fascinante”, desplazando incluso a otras consideradas tanto o más bellas. Y es por eso que desde los orígenes del cine haya sido la elegida por directores de la talla de Fellini, Visconti, De Sica,  Rosellini, Antonioni, De Laurentis, Bertolucci y una lista que sería interminable si se le sumara la de realizadores internacionales que dieron su particular visión de la ciudad (que en definitiva termina siendo la cara visible de la cultura italiana) y que en la mayoría de los casos resultó un tanto distorsionada.
Un buen ejemplo es el caso de Roman Hollydays (Vacaciones en Roma, 1953) dirigida por William Wyller y protagonizada por la bella Audrey Hepburn y un joven Gregory Peck, en la cual se muestra a una Roma tamizada a través de los ojos de un director americano (que la entiende cargada de los clichés y prejuicios que la cultura americana  tiene de la sociedad italiana) y como el escenario en el que una intrépida princesa de un “país centroeuropeo” se larga con espíritu libertino a recorrer las calles a bordo de un scooter a toda velocidad y allí conoce a un periodista americano (quien aparece como el único capaz de hacer buen periodismo e incluso, parece en sí mismo un manual de estilo viviente) con el que, inevitablemente, termina liada entre sábanas de raso y despojada de cualquier culpa por haber subvertido el orden impuesto a su status.
Esa visión de Roma es, lamentablemente, la que sobresale en la mayoría de las piezas cinematográficas de directores foráneos. La ciudad casi siempre aparece representada, por un lado, como un mausoleo en el que se reflejan cual espejo los orígenes de la humanidad y, por el otro, como un punto geográfico cargado de  pobladores incultos que gritan, vociferan, gesticulan a sobremanera y donde, salvo la buena pasta, la pizza, el vino del mediterráneo y los acordeones que regalan melodías a cualquier hora, lo que abundan son mafiosos amantes de la ópera, robos a granel y prostitución a la orden del día, todo oculto bajo el aparente “Fascino della cittá”.   
Y Woody Allen no fué ajeno a esos clichés. Con esta última pieza el director norteamericano prometió  poner fin a la saga de historias que suceden en las principales capitales europeas (tal como lo hizo con Barcelona, París y Londres) y quizás ese haya sido el motivo por el cual muchos (entre los cuales me incluyo) esperaban un punto final de nivel, sorprendente y con una utilización provechosa de las maravillas que tiene una ciudad como Roma para exhibir en technicolor, lo cual no sólo no sucedió sino que acabó defraudando a los amantes del buen cine y de la cultura italiana.
Con esta propuesta, el director de Hannah y sus hermanas mezcla varias (demasiadas quizás) historias desconexas, entre las que se encuentran una pareja campesina que llega de Pordenone a pasar la luna de miel, un matrimonio americano que regresa a la ciudad treinta años después de que estuvieron allí como pasantes, una pareja de jóvenes  estudiantes que atravesarán una crisis en su relación (y que son la representación misma de la pareja anterior) una prostituta que se vincula con clientes de la alta sociedad, una típica turista americana que- perdida con el mapa en la mano- pide ayuda a un galán italiano y con quien termina de novia en menos de veincticuatro horas), sus padres (Judy Davis y el mismísimo Woody), los padres del novio (una ama de casa y un tenor frustrado que regentea una funeraria) y  un oficinista que nada parece tener que ver con las otras historias y al que le cambia la vida de un día para el otro cuando es catalogado por un telediario de la RAI como "el hombre más influyente del momento".
Asi es como con ese marasmo de personajes y un sinfín de situaciones dignas de un vaudeville francés, Allen intenta una comedia italiana de los años setenta ambientada al siglo veintiuno. Pero lo cierto es que ni el abultado elenco ni las pequeñas historias surgidas de las sombras de un guión plagado de falencias alcanzan para lograr el objetivo propuesto para homenajear a los grandes maestros del cine italiano. Quizás si hubiera habido menos gente en escena poniéndole el cuerpo a situaciones más verosímiles y con mayor profundidad, el resultado de la oda a Roma hubiera sido bien distinto.
Desde lo actoral poco se les puede reprochar a los actores dado que, en líneas generales, logran llevar a cabo muy bien las interpretaciones, sobre todo,si se tiene en cuenta las fallas del guión y lo aburrida e insípida de la propuesta. Si bien algunos de los personajes están dotados de mayor riqueza que otros (como es el caso de Roberto Benigni que aparece hiperlocuaz como de costumbre o, por momentos, el mismo Allen, quien con ese "no hacer nada ante cámara" acaba transmitiendo más que lo que sus escasas dotes actorales podrían brindar) algunos realmente podrían haber sido obviados (como es el caso de Penélope Cruz o el de los jovencitos que encarnan a la pareja que acogen en su casa a una amiga de la novia y que pone en peligro la integridad de la misma). 
En definitiva, esta última pieza del director americano deja un sabor amargo en los cinéfilos adeptos a su estilo y con un dejo de gusto a poco en lo que a amantes de la capital italiana respecta. Quienes quieran conocer Roma a través del cine, definitivamente ésta no es la mejor opción. En la historia de la cinematografía mundial hay un sinfín de filmes que muestran no sólo la esencia de una de las capitales más importantes del  mundo sino que, además, lo hacen a través de un punto de vista integrador, el cual permite al espectador poder captarla independientemente del lugar del globo al cual pertenezca.
Como viajero frecuente a la bella Roma les puedo decir que la ciudad es otra cosa, bien distinta de la que muestra Allen en su film, y que la mejor manera de descubrirla es tomarse un vuelo y dedicarse unos días para caminarla, recorrerla, disfrutarla y vivirla con la mayor intensidad que puedan. Sólo así - y no a través de una pantalla mediante- podrán entender porqué el viejo dicho popular reza: "Vedere Roma e dopo morire" (Ver Roma y después morir)