Hace quince años hice un viaje a Rusia. No fui de vacaciones. El motivo era hacer un par de reportajes sobre un centro de rehabilitación de toxicómanos situado en la ciudad de Istra, en el cinturón de Moscú. Estuve allí diez días, conviviendo con ellos: Cien chicos y diecisiete chicas internos en un centro, luchando como leones por salir del mundo de la droga. El centro estaba dirigido por cántabros ya rehabilitados. Personas valientes que un día decidieron dedicar su vida a ayudar a jóvenes con problemas que ellos conocían muy bien. Todo fue porque publiqué una información sobre uno de los centros que hay en Cantabria. Me llamaron: ¨nos gustaría mucho que conocieras lo que estamos haciendo en Rusia, para que lo pudieras contar¨. No me lo pensé dos ves, y en cuanto estuvo listo el visado me subí al avión. La persona que me invitó a ir, Federico Rozadilla, dedicó más de media vida a luchar contra la droga. Ya no está con nosotros, pero dejó la huella de su trabajo.
En Istra vi muchas cosas. Me levantaba con ellos a las siete para su reunión matinal. Todos los chicos recién ingresados estaban acompañados por otro interno con algo más de antiguedad durante las 24 horas del día: la sombra. Uno de los hitos en la rehabilitación era cuando pasaban de tener sombra, a ser la sombra de alguien. En realidad, creo que era lo mismo, los dos se vigilaban mutuamente, pero este cambio suponía un logro importante. Los terribles ¨monos¨, los síndromes de abstinencia, se combatían con cariño, paciencia y trabajo físico. Que al llegar la noche estuvieran cansados era fundamental, para que pudieran dormir al menos unas horas y descansar el cuerpo y la mente. Cada día, un grupo de chicos iba a recoger agua a un manantial a cinco kilómetros; otros se encargaban de los animales y el huerto; otros de los talleres profesionales y otros de las tareas de la casa...