A tumba abierta es el resultado de un encuentro fortuito, una de esas casualidades que incendian de nuevo el debate sobre si existe o no el destino. Allá por los años ochenta, Oriol Romaní buscaba a alguien del mundo de las drogas que pudiera contarle su historia. Miguel El Botas, por su parte, tenía una que contar (y no una cualquiera, precisamente). Fue entonces cuando el cable azul y el rojo entraron por primera vez en contacto. El chispazo resultante fue un relato que no deja a nadie indiferente, sobre todo cuando uno cae en la cuenta de que los hechos narrados no son el producto de la imaginación.
A tumba abierta, autobiografía de un grifota, vuelve veintinueve años después.Por Jordi JuncaRevista Rambla (10.04.2015)
A tumba abierta es el resultado de un encuentro fortuito, una de esas casualidades que incendian de nuevo el debate sobre si existe o no el destino. Allá por los años ochenta, Oriol Romaní buscaba a alguien del mundo de las drogas que pudiera contarle su historia. Miguel El Botas, por su parte, tenía una que contar (y no una cualquiera, precisamente). Fue entonces cuando el cable azul y el rojo entraron por primera vez en contacto. El chispazo resultante fue un relato que no deja a nadie indiferente, sobre todo cuando uno cae en la cuenta de que los hechos narrados no son el producto de la imaginación. Así pues, como decíamos, allá en los años ochenta Oriol y Miguel iniciaron un largo viaje entre los recuerdos de este emblemático personaje. El primero entrevistaba al segundo, mientras una grabadora se encargaba de ir registrando aquel relato que demostraba que la mayoría de las veces la realidad supera a la ficción. Y así, a medida que su tesis iba cogiendo forma, el futuro antropólogo iba viendo que todo aquello tenía un aire muy novelesco. Tal vez fuera por ese talento narrativo innato e inesperado que atesoraba El Botas, además de un sentido del humor muy negro, producto seguramente de una vida tan trepidante como peligrosa. El caso es que aquella tesis acabó por publicarse de la mano de la editorial Anagrama, convirtiéndose además en un libro de culto para la antropología relacionada con las drogas. Esta es la historia de Miguel El Botas, un hombre que siempre vivió al límite, que puso a prueba la omnipotencia de la ley, y que acabó por convertirse en un auténtico camello. Ya desde una edad muy temprana vivía entre su casa y el reformatorio, y de hecho no se le caían los anillos si tenía que dormir en la calle. Fue un tipo nómada, desde luego, uno de esos que no se deja subyugar por el peso de la ley y que entonces se ve obligado a huir de ella. Todo empieza en Barcelona, entre el suburbio de Verdún y el antiguo barrio Chino. Desde Marruecos a Suecia, pasando por Ámsterdam y París. En todos esos lugares fue fraguando la historia de un antihéroe que la casualidad (o el destino) quiso que llegara a nuestras manos. Esta vez gracias a la iniciativa de Javier Serrano y su joven editorial Libros de Itaca. Uno de los puntos fuertes del libro es precisamente la no-intervención del hombre universitario, al que se le presupone un lenguaje refinado y preciso. Muy al contrario, la voz no contaminada del personaje impregna cada una de las páginas, dejando su sello inimitable, que ni el mejor de los escritores podría haber fingido. En términos literarios es sin duda un gran acierto, pues la fuerza de un relato se respalda muchas veces en un discurso coherente y, en consecuencia, también verosímil. No es tanto una cuestión de lenguaje en si mismo, es decir, la adecuación o no adecuación de un registro u otro. En realidad, tiene más que ver con la actitud, una postura frente a la vida con la que uno se compromete hasta las últimas consecuencias. En efecto, el relato de El Botas tiene ese punto de autenticidad, que nos hace creer en la historia aun cuando a veces preferiríamos no creer. Y en fin, también está ese argot tan suyo y a la vez estandarte de un colectivo muy concreto, que desde un punto de vista social nos da muchas pistas acerca del origen del personaje y la influencia que ello pueda ejercer en el individuo. Si bien es cierto que no es definitivo, el habla dice muchas cosas de quiénes somos o quiénes fuimos. Eso me recuerda al Benjamin de El Ruido y la Furia de Faulkner, o por ejemplo, al acento cerrado de Hagrid en la versión original de Harry Potter. En cualquier caso, lo cierto es que el uso de una jerga característica siempre facilita la construcción de una historia veraz. En A tumba abierta, el narrador no es un actor o un farsante y, desde luego, su espontaneidad lo delata. Y así, de algún modo, sentimos que es el propio personaje quien nos cuenta qué ocurrió. Su propio discurso. Su propia historia. No hay que olvidar, sin embargo, que detrás de todas esas peripecias había un objetivo último más allá de la literatura y el placer que ésta pueda proporcionar. Había una tesis, una idea, algo que demostrar. Al fin y al cabo, si bien su protagonista aporta su historia, el autor del libro es el que quiere decirnos algo a través de ella: se trata de la droga, su papel en la sociedad y lo que los gobiernos han decidido hacer con ella. Y así, entre líneas uno puede ir descifrando ese mensaje, tal vez una pregunta. Ahí se genera un debate de tipo moral que todavía hoy sigue vigente. Se pone en entredicho a la ley, ese ente incorpóreo y casi divino que debería garantizar la distinción inequívoca del bien y del mal. No obstante, si se lee la historia de El Botas, la línea entre lo bueno y lo malo no queda tan clara, al contrario, uno acaba por preguntarse si la ley siempre tiene la razón. Y esa ha sido, de hecho, una de las reivindicaciones del autor del libro, ya no solo en esta obra sino en gran parte de su carrera dentro de la antropología. Así pues, en el presente libro se denuncia que los gobiernos han optado por vilipendiar la droga desde un principio, generando un halo de maldad entorno a ella que ha propiciado la cultura del narcotráfico. Lo curioso del caso es que se han hecho distinciones que podrían parecer aleatorias, aceptando unas sustancias en detrimento de otras. Es ahí donde surge el debate. Y en ese sentido, lo que propone Romaní es una vuelta de tuerca pues, como dice El Botas, “lo mismo se bebe una botella de vino que se fuma un canuto.” Y claro, uno podría preguntarse por qué lo primero sí y lo segundo no. Por qué no al revés. Por qué una madre puede aceptar que su hijo vuelva borracho un sábado por la mañana y, en cambio, no pueda tolerar la presencia de una bolsa de marihuana en uno de los bolsillos de su chaqueta. Tal vez ahí esté el problema: la ley dice que el tabaco y el alcohol valen y el resto debe ser destruido. En ese contexto, lo que se propone es reconsiderar esa distinción, abogando por una perspectiva más global y unitaria. Nada que ver con una apología de la droga, cuidado, pero sí un nuevo punto de vista. Quizás así se solucionarían problemas como la desinformación o la violencia. Puede que solo sean conjeturas, es cierto. Lo que sí es evidente, en cualquier caso, es que a día de hoy todavía no hemos dado con la tecla. En resumidas cuentas, lo que nos ofrece A tumba abierta es el conocimiento de un mundo que la ley ha marginado, ahí donde una minoría intenta sobrevivir a la sombra de una sociedad exclusiva. Es también una oportunidad para leer otro tipo de relato, espontáneo, vivo, que se aleja de la academia y del lenguaje impostado. Es, además, una puerta que se abre a otras posibilidades, donde se intenta aportar alternativas al problema de la droga; en definitiva, otras soluciones que no se limitan a, simplemente, cerrar los ojos y darle la espalda.
A tumba abierta es el resultado de un encuentro fortuito, una de esas casualidades que incendian de nuevo el debate sobre si existe o no el destino. Allá por los años ochenta, Oriol Romaní buscaba a alguien del mundo de las drogas que pudiera contarle su historia. Miguel El Botas, por su parte, tenía una que contar (y no una cualquiera, precisamente). Fue entonces cuando el cable azul y el rojo entraron por primera vez en contacto. El chispazo resultante fue un relato que no deja a nadie indiferente, sobre todo cuando uno cae en la cuenta de que los hechos narrados no son el producto de la imaginación.