A partir de entonces todas las mañanas la veíamos por distintos sitios de la playa, pero siempre entre la gente. Curiosamente no vimos nunca un mal gesto de nadie hacia ella. A veces pasaba lentamente junto a alguien tumbado en la arena sin inmutarse. La gente la seguía con la mirada y se veían corrillos que comentaban la suerte de esa gaviota.
Durante los quince días que permanecimos en la playa se convirtió en algo imprescindible. La buscábamos al llegar y si no la veíamos nos alegraba pensar que se había curado y había emprendido el vuelo. Un día la vimos sobre una de las terrazas de la urbanización próxima situada a más de un metro de altura. Buena señal de recuperación, pensamos, porque el salto debió de acompañarlo con un vuelo.
El último día de nuestra estancia, recién caída la noche me acerqué a la playa para dar el último paseo junto al mar. De pronto, me pareció ver un bulto en la orilla que podía ser la gaviota. Me aproximé despacio y se movió. En efecto, era ella que siguiendo la línea del agua se alejaba al notar mi presencia.
Me despedí mentalmente y noté cierta alegría por haberla visto en aquel último instante. No supe muy bien por qué, pero posiblemente fuera porque la gaviota representaba los buenos momentos que había pasado con mi pareja en aquella playa y al mismo tiempo fue un símbolo de la coexistencia pacífica entre especies.
Espero y deseo que algunos ojos humanos la hayan visto alzar el vuelo para encontrar su lugar en el mundo.
Texto: Javier Velasco Eguizábal