La crisis catalana ha hecho tambalearse la creencia de que el Estado de las autonomías había adquirido, más o menos, su forma definitiva. Pero lejos de romper con el sistema hay que aprovechar que la Constitución es reformable, escribe en El País Álvaro Delgado-Gal, físico, filósofo, profesor de Lógica y Filosofía del Lenguaje en la Universidad Complutense de Madrid, y director de Revista de Libros.
La gran crisis catalana ha tenido sobre la nación dos efectos, manifiesto el primero y menos visible y tal vez más importante el segundo, comienza diciendo. No es cuestión baladí, desde luego, que la mitad de la clase política se haya amotinado en una de las regiones más pobladas de España y la cuarta en renta per cápita. Sin embargo, hay más, mucho más. El espasmo secesionista catalán ha conmovido la creencia de que el Estado autonómico había adquirido su hechura definitiva, punto arriba, punto abajo. Esta idea encerraba un aspecto moral y otro ejecutivo: se entendía que los poderes locales proclives al nacionalismo estaban siendo capaces de conciliar su sesgo ideológico con una lealtad suficiente al país en su conjunto, y que no entrañaba riesgos grandes darle hilo a la cometa. Pero la hipótesis ha decaído, como la fe en la medicina homeopática o la invulnerabilidad de la línea Maginot. Un balance muy rápido de lo que en este momento se piensa y no siempre se dice, incluiría por lo menos los puntos siguientes: uno, que la vigencia de la ley en Cataluña comenzó a debilitarse a partir de 1984, cuando se renunció a pedir responsabilidades a Jordi Pujol en todo lo atinente a la quiebra de Banca Catalana; dos, que la inhibición prolongada del Estado indujo la aparición en aquella comunidad de fueros o jurisdicciones informales y no controlables; tres, que consecuencia y, a la vez, condición sine qua nonde todo esto, fue una desnaturalización de la Constitución; cuatro, que el comportamiento de los grandes partidos nacionales fue equívoco, por cuanto inspirado, no ya en un principio de prudencia, sino en la necesidad en que cada uno se veía de completar mayorías parlamentarias en oposición al otro; cinco, que la única alternativa para hacer compatible la pugna partidaria con la imposición de la ley en todo el territorio, a saber, un acuerdo sobre mínimos en los extremos que más afectan a la integridad del Estado, no se adoptó finalmente, o por sectarismo o por inadvertencia o por las dos cosas a un tiempo.
Resultaría enormemente injusto extraer de este diagnóstico una interpretación integral de los años que nos separan del 78. Ahora bien, la ecuanimidad, exigible en los libros de historia, rara vez contagia a la historia misma, y no excluyo grandes sustos y accidentes en los años venideros. En lo referente a las causas mediatas o inmediatas del gran drama del uno de octubre de 2017 (drama en un sentido teatral, amén de histórico), caben conjeturas diversas. Es posible afirmar, no sin fundamento, que el proceso de desarticulación nacional estaba muy avanzado, y que por algún sitio tenía que saltar la liebre; o también que entraba dentro de lo esperable que el envión penal contra la familia Pujol fuera interpretado por círculos convergentes como una ruptura del pacto implícito que hasta ese momento había regido las relaciones entre Madrid y el nacionalismo catalán. En realidad, los dos argumentos son complementarios. El primero, no obstante, ofrece al análisis más ángulos que el segundo. Conforme se desleía el Estado, la política se iba adaptando a esa mengua o disminución, complicada de sobrellevar aunque, en apariencia, no letal. La resulta ha sido una mutación en bloc de las autonomías, de los partidos y de las expectativas asociadas a los mandatos constitucionales. Más a hurtadillas que de manera explícita, y más por vía práctica que enunciativa, se ingresó en usos de gobierno crecientemente alejados de lo previsto en el 78.
La deriva, proyectada en un horizonte virtual, apuntaba hacia lo que Pedro Sánchez, en uno de sus momentos (momentos tan mudables y espantadizos, que se necesita cuaderno y lápiz para no hacerse un lío cuando se intenta situarlos en el calendario), ha denominado “nación de naciones”. En otras palabras, un arreglo confederal. Dado, sin embargo, que la confederación no es viable, por razones que estimo innecesario enumerar aquí, nos encontramos con que el proceso ha terminado por ser, más que de recolocación, de descomposición, tanto en lo que toca a la estructura estatal, como a las conductas que deberían protegerla. Los compromisos, los reflejos, las inercias acumuladas durante decenios se han convertido en un obstáculo para que se intente lo que no se puede dejar de intentar, esto es, una reconducción del Estado autonómico y la inauguración de modos políticos menos atentatorios contra la estabilidad nacional.Se comprueba lo apurado del caso observando el revuelo reciente sobre la aplicación del cupo vasco. Ciudadanos la ha denunciado como insolidaria y poco democrática. Absolutamente nadie puede poner en duda que es insolidaria y poco democrática. No se comprende que la segunda comunidad española en renta per cápita no transfiera recursos y pueda, gracias a esta singularidad, invertir en dinero público por habitante una cantidad que dobla a la media nacional. Pese a ello, muchos han acusado a Ciudadanos de demagógico, me temo que no siempre de mala fe. En efecto, la libertad de maniobra, en los tiempos que corren, es muy estrecha, sobre todo si se asume el punto de vista de un profesional de la política. Forzar la equidad en el País Vasco obligaría a vencer la voluntad de las filiales populares y socialistas en aquella región, produciría un enfrentamiento con el PNV y, punto más interesante aún, exigiría medidas cuyo alcance no es previsible y que podrían conducir, en virtud de una lógica intrínseca, a revisar el juego de flujos, prestaciones y contraprestaciones que en la interfaz autonómica (no sola catalana o vasca sino igualmente andaluza, manchega, gallega o castellanoleonesa) gobierna la captación de recursos y habilita a los grandes partidos nacionales para proveer cargos y poner orden en sus filas. El argumento de que el encaje de Cataluña será imposible mientras esta siga sufriendo un agravio fiscal comparativo, y de que el empate por lo alto tampoco es hacedero, puesto que la extensión del privilegio haría que el Estado fuera infinanciable, remite a tiempos y plazos que se perciben como remotos y por ende políticamente no operativos. La resulta es una suerte de parálisis, o, peor, de multiplicación de movimientos que mutuamente se contradicen. Lo evidencia la actitud esquizofrénica del PSOE, favorable en Cataluña a políticas no redistributivas, y en Andalucía a la redistribución en nombre, no de la igualdad de todos los españoles, sino de derechos regionales que se envuelven en una retórica de acento localista y fugas seudonacionalistas.Por ahí irá perdiendo fuerza el sistema actual. Y por otros rotos y descosidos que el lector no tendrá dificultad en imaginar. Cada cierto tiempo, y ha transcurrido bastante, el tinglado partidario se desgasta, y se precisa algo más que cataplasmas y composturas para que continúe funcionando. Por fortuna, no se adivinan alternativas a la democracia del 78 ni nadie piensa seriamente en salirse de la Unión Europea, salvo algunos radicales y los independentistas, los cuales, bien mirado, tampoco quieren salirse de la Unión Europea. Y tenemos una Constitución, y, por tanto, la oportunidad de reformarla. Ya vendrá la buena. Paciencia y barajar.
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)