Tesis central del libro, con la que concuerdo, es que la falta de un pensamiento liberal en España es el origen de todos los desajustes en nuestra convivencia cada vez que tiene lugar un experimento democrático. Pero la simple narración de los hechos recientes pone de relieve que el fracaso del procès, que amenaza ahora con producir un retroceso general en la calidad de nuestra democracia, tiene mucho más que ver con las manías, obsesiones, y ambiciones desmesuradas de un puñado de líderes mediocres, que con la flagrante ausencia de un proyecto político para Cataluña en manos de los independentistas. A mi ver la obra de Vila es sobre todo una purga de su corazón como respuesta a las afrentas de los suyos, o de los que un día lo fueron, que le tacharon pública y privadamente de cobarde y traidor por no sumarse a una Declaración Unilateral de Independencia (DUI). Trata por su parte, en cierta medida, de exculpar a unos y otros protagonistas, ni traidores ni héroes, o quizá las dos cosas según las circunstancias y momentos, dando a entender que la lucha entre los ideales y lo posible justificaría los despropósitos cometidos por sus compañeros de viaje. Sus intentos de reivindicar personalmente a Puigdemont, presentándole como un prisionero de las circunstancias, a Mas, como el político realista desbordado por los acontecimientos, o al propio Pujol, cuya codicia criminal estaría compensada por sus aciertos en la gobernación, forman parte por lo demás de un argumentario puesto al día por muchos líderes del separatismo catalán, que exhiben su condición de buenas personas, como si eso les eximiera de las responsabilidades penales. “Soy un buen hombre”, le dijo Oriol Junqueras al magistrado Llarena, como si lo que se juzgara fuera su condición moral y no su vulneración de las leyes. Tales actitudes, que algunos califican de ingenuas, son en realidad una demostración del pensamiento pre-político y casi medieval de quienes las ejercen. En según qué casos pueden ser también la prueba de un ánimo pusilánime a la hora de afrontar las consecuencias de los propios actos.
La traición es el quebranto de la lealtad debida, y también la ingratitud de los amigos, de la que obviamente se duele Vila. Pero es igualmente, y en este caso sobre todo, un delito contra la seguridad del Estado. A espera del pertinente juicio, y respetando su presunción de inocencia, puede asegurarse sin miedo a error que el expresidente Puigdemont y determinados pequeños secuaces son traidores al Estado, a la Constitución y al Estatuto de Cataluña, por más que el autor del libro trate de evitar una opinión al respecto. Es por eso por lo que les persigue la justicia, y sus cualidades humanas, su generosidad o educación, sus aficiones místicas o sus obras de caridad no atenúan en absoluto su eventual responsabilidad criminal. Siempre hay un gangster bueno en todas las películas. Echo a faltar en una obra que trata de traidores y héroes, o ni de lo uno ni de lo otro según quien la firma, esta consideración. La historia del procés es en definitiva una historia de traidores, pero no solo en el sentido moral o sentimental del término sino en el muy estricto de la definición de las leyes.
Solo desde esta asunción se puede emprender con buen tino el camino de las reformas y la recuperación de la tercera vía a la hora de definir el futuro de Cataluña y de toda España en la línea que Santi Vila sugiere. Coincido con él en que el inmovilismo de Rajoy y el despertar de la España profunda, alentado irresponsablemente por la derecha carpetovetónica, son también muy culpables de la esperpéntica situación que se vive en Cataluña; pero es imposible suponer equidistancia alguna entre los errores de unos y los delitos de los otros. El autor parece reconocerlo cuando escribe que “…el espíritu de la Transición española a la democracia hizo posible la superación de la dictadura y las mejores cuatro décadas de libertades y progreso jamás conocidas en la historia de la península Ibérica”. Pero no solo el espíritu, sino sobre todo la letra de la Constitución, que es la ley que ampara nuestras libertades, y no tanto de la península Ibérica, como de España, un Estado-nación cuya identidad, y la de sus ciudadanos, incluye a Cataluña desde que se fundó.La Transición española definió por eso, entre otras cosas, un proyecto para Cataluña que ahora amenaza con truncarse por la confrontación entre pasiones y extremismos de uno y otro signo. Pero no es la sociedad, pese a tantas manipulaciones y demagogias a la que se ve sometida, lo que está en crisis, sino la arquitectura institucional y el liderazgo de quienes aspiran a ocupar el poder, agitadores de “el filibusterismo de los intereses concretos” en acertada y benévola expresión de Vila, que solo olvida la moderación del lenguaje a la hora de describir la personalidad de Marta Rovira como irascible y fanatizada, y a la que acusa de aullar en los mitines. En ese magma de vanidades, miserias, vergüenzas e inconfensables posturas, anida la otra especie de traidores por la que se duele Santi Vila; un panorama caracterizado por la cobardía moral, y que enseñorea no solo el mundo de la política, sino el del trabajo, las relaciones familiares o el del simple compañerismo. El filibusterismo de los pequeños egoístas, los compañeros de partido o de pupitre en el aula, los amigos que no lo eran o los colegas del café, que desaparecen en los momentos de dificultad o descubren que el mal ajeno puede ser la oportunidad del propio éxito, frente a los que relucen “los amigos de verdad, los que me ayudaron a pagar la fianza y salir de la cárcel”, que son los que “pueden contar conmigo”. Es como si Santi Vila hubiera leído a William Hazlitt, en El placer de odiar cuando dice que los amigos de toda la vida son como “las comidas muchas veces repetidas: desagradables y desabridas”, y decidiera por eso, lo que no espero, abandonar para siempre la vida política.
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)