Las actuales sociedades pretenden ser impolutas y que lo sea su callejero, lo cual es imposible mientras se sigan utilizando nombres de personas, dice el escritor Javier Marías (1951) en su artículo de ayer en El País Semanal, titulado Jueces de los difuntos. No puedo más que darle la razón. La revisión del nomenclátor de las calles de nuestros pueblos y ciudades más parece en la mayor parte de las ocasiones un ejercicio de estulticia e hipocresía que de homenaje a los propuestos.
Parece que los políticos no tengan otra cosa que hacer que cambiar los nombres de las calles y retirar estatuas, placas y monumentos, comienza diciendo Marías. Mientras algunas ciudades se degradan día a día (el centro de Madrid está aún más asqueroso que bajo Gallardón y Botella, que ya es decir), los munícipes y sus asesores las desatienden y se entretienen con ociosidades diversivas, es decir, maniobras llamativas con las que disimulan sus gestiones pésimas y sus frecuentes cacicadas. En España hay larga tradición con este juego. Durante la República se cambiaron nombres, más aún durante la Guerra, el franquismo fue una apoteosis (hasta se cargó los cines y cafeterías “extranjerizantes”, el Royalty pasó a ser el Colón, etc), y durante la Transición, más discretamente, se recuperaron algunas antiguas denominaciones (por fortuna, Príncipe de Vergara volvió a ser esa calle y no la del nefasto General Mola, conspicuo compinche de Franco).
Pero ahora, sin que haya variado el régimen democrático, a ciertos políticos y a ciertas gentes les ha dado un ataque de pureza con el asunto, y no sólo aquí, sino en los Estados Unidos y en Francia, y no digamos en Sabadell, donde un pseudohistoriador considera a todo español impuro y ha propuesto suprimir del callejero a Machado, Quevedo, Calderón, Lope, Larra y no sé cuántos impostores más, a unos por “franquistas”, a otros por “anticatalanes” y a otros simplemente por “castellanos”. Huelga decir que entre los primeros, con anacrónico rigor, contaba a Góngora, Lope y Quevedo. Pero, más allá de este lerdo y xenófobo individuo y de su lerdo y xenófobo Ayuntamiento que le encargó el proyecto, hemos entrado en una dinámica tan absurda como imparable. Las actuales sociedades pretenden ser impolutas (cuando no lo son en modo alguno) y que lo sea su callejero, lo cual es imposible mientras se sigan utilizando nombres de personas. Una cosa es que haya calles y plazas dedicadas a asesinos como Franco y sus generales, Hitler y sus secuaces o Stalin y los suyos. Se trata de individuos que lo único notable que hicieron fue sus crímenes. Pero hay otra mucha gente compleja o ambigua, imperfecta, a la que se rinde homenaje por lo bueno que hizo y a pesar de lo malo. Se tiende estúpidamente, además, a juzgar todas las épocas por los criterios de hoy, como si los muertos de pasados siglos hubieran debido tener la clarividencia de saber qué sería lo justo y correcto en el XXI. Alguien que en el XVII o en el XVIII poseía esclavos no era por fuerza un desalmado absoluto, como sí lo es quien hoy los posee o los que pregonan la esclavitud, el Daesh. ¿Que en el XVIII había ya algunos abolicionistas (Laurence Sterne uno de ellos)? Sí, pero se los contaba con los dedos de las manos. En Francia se habla de retirarle todo honor a Colbert, que cometió pecados, pero también fue un Ministro extraordinario y un valedor de las artes y las ciencias. Si nos pusiéramos a analizar con minucia las vidas de cada cual (no ya de políticos y militares, sino de escritores y artistas, en principio más sosegados), nunca encontraríamos a nadie sin tacha. Téngase en cuenta, además, que desde hace décadas el hobby de los biógrafos es “descubrir” lacras, escándalos y turbiedades en sus biografiados. Este era machista, aquel abandonó a su mujer, el otro maltrató o acomplejó a sus hijos; Neruda y Alberti escribieron loas a Stalin, D’Annunzio fue mussoliniano una época, Lampedusa era aristócrata, Heidegger simpatizó con el nazismo, Ridruejo fue falangista, Cortázar y Vargas Llosa apoyaron la dictadura de Castro un tiempo, García Márquez hasta su último día, Sartre no se inmutó ante los asesinatos en masa de Mao, Pla y Cunqueiro estuvieron conformes con Franco. Pero si todos esos escritores tienen calles en algún sitio, no es por esos lamparones, sino pese a ellos y porque además lograron buenos versos o prosas o filosofías. Y algunos rectificaron a tiempo y abjuraron de sus errores.Si se hurga en lo personal, estamos perdidos. Quizá el mejor poeta del siglo XX, T. S. Eliot, se portó dudosamente con su primera mujer, Vivien. No digamos el detestado Ted Hughes con las dos suyas. Si alguien los homenajea no elogia esos comportamientos, sino sus respectivas grandes obras y el bien que con ellas han hecho. En mi viejo libro Vidas escritas recorría brevemente las de veintitantos autores, entre ellos Faulkner, Conan Doyle, Conrad y Stevenson, Emily Brontë, Mann, Joyce, Rimbaud, Henry James, Lowry y Nabokov. La mayoría fueron calamitosos, algunos desaprensivos, muchos egoístas y unos cuantos fatuos hasta decir basta. ¿Y qué? No se los honra por eso. Si uno observa al microscopio a los benefactores de la humanidad, como Fleming, probablemente encontrará alguna mancha. Como la tienen, a buen seguro, cuantos hoy, erigidos en arrogantes jueces de los difuntos, se empeñan en “limpiar” sus callejeros y sus estatuas. Desde que tengo memoria, no recuerdo una sociedad tan hipócrita y puritana como la actual, ni tan sesgada. Más vale que recurra a los números para distinguir las calles, o a la antigua usanza inofensiva: Cedaceros, Curtidores, Milaneses, ya saben. Éstas, en Madrid, aún existen, concluye diciendo.
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