[A vuelapluma] Políticos y politicastros. La historia del Sábado Santo Rojo de 1977

Por Harendt

Hace unos días, con motivo de la entrada que dediqué al aniversario del intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, dejé constancia expresa una vez más de mi admiración profunda por dos grandes hombres políticos de esa "transición española a la democracia" tan denostada por algunos politicastros de la nueva hornada nacional. Como saben los que la leyeron, me refería en ella a Adolfo Suárez y Santiago Carrillo. Uno, presidente del gobierno y líder de la Unión de Centro Democrático, el otro secretario general del Partido Comunista de España. Hubo más políticos de su talla en ese proceso de transición a la democracia dignos de reconocimiento, indudablemente, pero yo los personifico a todos en esos dos nombres.

Dentro de unas semanas se cumplen los cuarenta años de aquel Sábado Santo de 1977 en que Adolfo Suárez, con la complicidad del Rey, y jugándose la posibilidad de la democracia a una sola carta, legalizó por sorpresa al Partido Comunista. La historia la relató ya el periodista Joaquín Bardavío en un libro titulado Sábado Santo Rojo (Ediciones Uve, Madrid, 1980) que yo leí por vez primera con verdadera en abril de ese año 1980, y releído después en numerosas ocasiones, cada vez que el panorama político nacional, cuajado hoy de politiquillos de toda laya y condición, se me hace insoportable.

Hace unos días el diario El Mundo recreaba de nuevo la historia de la legalización del partido comunista español y de los contactos secretos entre Adolfo Suárez y Santiago Carrillo que condujeron a ella en una crónica titulada Las cinco horas secretas de Adolfo Suárez y Santiago Carrillo , crónica basada en el libro recién publicado por el historiador Alfonso Pinilla, La legalización del PCE. La historia no contada (Alianza, Madrid, 2017), donde el autor realiza su investigación a partir del archivo personal inédito de José Mario Armero, enlace entre Suárez y Carrillo durante toda esa negociación.

"Hemos estado jugando este año una partida de ajedrez y usted ha ido avanzando sus peones de forma que ha condicionado mi juego...". Son las 18.15 de la tarde, domingo 27 de febrero de 1977. Llueve fuera. Dentro, dos hombres dispuestos a enderezar el destino. El primero en hablar, o mover pieza por la terminología que elige, es Adolfo Suárez, presidente del Gobierno. Enfrente tiene a Santiago Carrillo, líder del entonces prohibido Partido Comunista de España. El lugar para la cita, su primer cara a cara, es una casa a las afueras de Madrid que José Mario Armero (presidente de la agencia de noticias Europa Press) y su esposa, Ana Montes, los anfitriones de tan histórico y secreto momento, han puesto para la cita tras semanas de mensajes cruzados. Cuando Carrillo, que acudió al chalé sin peluca, escuchó la salutación de Suárez, enseguida confirmó lo que le habían dicho del presidente: "Es un maestro en las distancias cortas". Y así fue como el viejo líder comunista y el joven presidente de una democracia incipiente tras años de dictadura empezaron a jugar su particular partida de ajedrez bajo el aguacero. Desde primera hora de la mañana, llueve intensamente sobre Madrid. En la capital hay calma, pero en otros puntos del país se respira un ambiente de tensión y conflictividad social. Numerosos jornaleros celebran manifestaciones y asambleas de protesta por su precaria situación en algunas ciudades de Andalucía. Mientras, ocho organizaciones políticas vascas convocan para el próximo jueves, 3 de marzo, una huelga general en señal de solidaridad con los cinco obreros muertos hace un año en Vitoria. Nadie sabe que esa tarde de domingo -de la que acaban de cumplirse 40 años- van a reunirse, por primera y última vez antes de las elecciones del 15 de junio, Adolfo Suárez y Santiago Carrillo. Cobijados en el secreto que hábilmente han tejido José Mario Armero y su esposa, el líder del Gobierno y el líder de la oposición por fin se ven las caras. Han hablado a través de intermediarios -Armero, fundamentalmente- desde agosto de 1976, pero los últimos acontecimientos exigen un contacto directo y una toma de posiciones nítida. Hace menos de un mes, la Transición ha estado a punto de descarrilar, pues el asesinato de los abogados laboralistas de Atocha, la muerte de dos estudiantes en sendas manifestaciones -como consecuencia de las cargas policiales- y el secuestro del teniente general Emilio Villaescusa a manos de los GRAPO han elevado tanto la tensión que la reforma suarista parece haber encallado. Ante tal crisis, Carrillo responde con moderación y responsabilidad, asegurando el orden en el impresionante entierro de los abogados laboralistas; y Suárez responde con osadía: tiene que ver al líder comunista para tratar con él la posible legalización de su partido antes de las primeras elecciones, previstas para el 15 de junio de 1977. Y así se lo hace saber a Armero, que enseguida organiza la reunión en su chalé de Pozuelo."Vengo a presionar para que el presidente nos legalice antes de las primeras elecciones". Carrillo confiesa el fin principal que le ha movido a sentarse con Suárez. Pero el líder del Gobierno va a intentar disuadirlo, porque sabe que esa decisión levantará una polvareda en el Ejército que puede conducir a España al borde de un golpe de Estado. Así que Adolfo propone a los comunistas que no se presenten ahora, sino tras la cita electoral de junio. Arguye que, pasado el tiempo (dos, tres años), la situación sería más estable, las Fuerzas Armadas habrán asumido ya la dinámica del cambio político y la presencia del PCE en campaña no abrirá serias heridas una vez la democracia se haya puesto en marcha. Y, para ofrecer un amplio abanico de posibilidades, el presidente hace una última proposición: "Presentaos si queréis en junio, pero como independientes, enmascarando vuestras siglas". Carrillo contestará a Suárez lo mismo que les dijo a los emisarios del Rey cuando contactaron con él en 1974 y 1975 para pulsar su actitud ante el cambio político que se avecinaba: "¿Presentarme como independiente? Ni así, ni vestido de lagarterana". Parece que cada uno se enroca en su posición. Adolfo toma café y fuma una cajetilla entera de Canarios. Santiago bebe whisky y fuma compulsivamente: casi dos cajetillas de Peter Stuyvesant. José Mario Armero ha intentado dejarlos solos en el salón, pues considera que ya ha finalizado su misión como intermediario y anfitrión del encuentro, pero Suárez prefiere que esté presente, y a Carrillo le parece bien. Ello demuestra que José Mario no es un simple mensajero que lleva y trae información entre los dos líderes, sino un auténtico "abogado conciliador" -como acertadamente comenta Joaquín Bardavío en su libro Sábado Santo Rojo-, es decir, una parte activa y no pasiva de la negociación, un auténtico forjador de consensos que encarrila el proceso cuando está a punto de irse al garete. El aparente choque inicial se salva porque, realmente, hay voluntad de entendimiento. "Aquí venimos a hablar de política con pe mayúscula", dice Carrillo, "y debemos coordinar fuerzas para superar la crisis económica que nos azota, con el fin de estabilizar al país". Desde las antípodas ideológicas, las posiciones se van acercando, en medio de la bruma de los cigarros y el repiquetear de la lluvia. Aquellos hombres están luchando, en el fondo, por su supervivencia política, pues se necesitan mutuamente. Surge una relación simbiótica entre ellos. Suárez necesita el concurso de Carrillo antes de la primera cita electoral porque, sin el PCE, su reforma hacia la democracia no es creíble. ¿Cómo puede construirse un sistema democrático en España sin el primer partido de la oposición? ¿Acaso sería homologable ese sistema al Occidente europeo? Sin legalización no habrá legitimidad. Por su parte, Carrillo necesita a Suárez porque sin la legalidad que éste puede concederle, no se convertirá en un actor político con presencia en las instituciones y capacidad para intervenir -y condicionar- la apertura política en curso. Ese trueque de legalidad por legitimidad, esa historia de supervivencia política es el nudo gordiano que está desatándose aquel inhóspito domingo de febrero.

Una servilleta de papel: Jueves, 14 de abril de 1977. Negociación precipitada e in extremis de Armero con Jaime Ballesteros. Armero apunta las exigencias de Suárez a Carrillo para tranquilizar a los militares. Y todo ello se completa, además, con un juego velado de amenazas, cálculos electorales e intereses cortoplacistas. "Si no somos legales antes de junio, desacreditaremos los primeros comicios, aunque sea colocando urnas de cartón con nuestras candidaturas en la puerta de los colegios electorales. Movilizaremos a todos nuestros apoyos para hacer fracasar cualquier intento de marginarnos". Carrillo es contundente, y Suárez asume que va a legalizar el PCE antes del 15 de junio, entre otras cosas porque sabe que la presencia de los comunistas debilitará a la izquierda, pues PSOE y PCE habrán de repartirse votos en las urnas. Divide al adversario y vencerás, calcula el presidente. Así se llega al "pacto entre caballeros" en "Santa Ana". Adolfo asume y promete a Santiago la legalización de los comunistas antes de las primeras elecciones y solicita de estos moderación tanto en la teoría -"rebájese el tono de soflamas y eslóganes"- como en la praxis ("embrídese la movilización social que el PCE controla y azuza"). Y Carrillo recoge el guante, garantizando moderación tanto en la forma como en el fondo. Sólo hay promesas entre estos dos hombres, sólo palabras, sólo intenciones (buenas intenciones), pero no se habla de fechas, de gestos concretos, de medidas determinadas. Se pacta una voluntad de caminar, juntos, por la senda de la democratización, con lo que cristaliza un fenómeno pocas veces dado en la Historia: la confianza en el enemigo, la lealtad mutuamente profesada entre quienes estaban separados por una profunda trinchera política, ideológica y generacional (Suárez tiene 44 años, Carrillo 62) . La "victoria" de 1939 en torno a la que Franco había legitimado su dictadura a lo largo de 40 años iba mutando en reconciliación, y los antiguos enemigos se convertían en leales adversarios. Siguiendo el ya famoso aserto del democristiano Alcide De Gasperi, Suárez y Carrillo se comportaban como dos políticos de raza que piensan en las próximas elecciones, pero también como hombres de Estado capaces de tener en cuenta a las próximas generaciones, pasando por encima de sus intereses partidistas. Había voluntad para que las viejas heridas, abiertas desde la Guerra Civil, empezaran a cicatrizar. Y donde hay voluntad, siempre hay un camino. Pero los caminos se bifurcan, el azar es inevitable en la Historia, y su aparición puede derribar el endeble castillo de naipes del consenso. Es el efecto mariposa: pequeños detalles que varían el curso de los acontecimientos. Esta delicada negociación puede interrumpirse si el vecino de los Armero decide acercarse a "Santa Ana" para preguntar qué está ocurriendo. En absoluto secreto, el director general de Seguridad y dos hombres de su confianza están vigilando la zona circundante al chalé para evitar incómodas interrupciones. Lo ha ordenado Suárez, sin desvelar a su propio servicio de seguridad con quién se está reuniendo y por qué. En esa operación, los policías han entrado en el jardín del chalé contiguo al de los Armero y la esposa de José Mario teme que ese error alerte al vecino y haga saltar por los aires el absoluto secreto en que discurre la reunión. La tarde está siendo muy tensa para Ana. Según el plan convenido, recoge a Carrillo en su casa a las 17 horas en el Seat 1600 azul de sus hijas, pero el viaje hacia el chalé será digno de una novela policíaca. Mientras espera a Santiago, un joven se acerca a su coche y le pregunta: "¿Espera usted a Santiago Carrillo?". Ana teme que sea un simpatizante de la ultraderecha y pueda atentar contra su vida. Sobreponiéndose, responde: "Sí, estoy esperando a Carrillo". "Tranquila", contesta el joven, "soy uno de sus hijos y en ese coche están mis hermanos. Vamos a seguirla unos minutos para asegurarnos de que todo está bien". Ana comprende la preocupación de la familia, pero no tolerará que la sigan durante mucho tiempo: la reunión es secreta y nadie debe saber dónde se celebrará. El líder del PCE baja de su casa. Va sin peluca porque, desde su detención y rápida puesta en libertad a finales de diciembre de 1976, reside legalmente en España y ya no tiene por qué ocultarse. Entra en el coche de Ana, se sienta a su lado y ella emprende la marcha rápidamente. Pasan los minutos, los hijos de Santiago la persiguen y, contrariada, le dice a su acompañante que los chicos deben dar media vuelta o no lo conducirá al lugar previsto. Al detenerse los dos coches en un semáforo, Carrillo saca el brazo por la ventanilla del coche y, con un gesto, ordena a los "perseguidores" que se retiren. Así lo hacen. El sendero hacia "Santa Ana" queda expedito. El sendero hacia la democracia también, o al menos eso parece, tal y como está desarrollándose la conversación entre Adolfo y Santiago. Y no sólo hacia la democracia, probablemente también hacia la monarquía, porque al presidente le preocupa la actitud del PCE ante la Corona. Santiago no cambia su discurso y mantiene lo mismo que ha defendido ante Armero desde agosto de 1976, cuando empezaron sus conversaciones: "Nosotros somos republicanos, pero aceptaremos la monarquía siempre y cuando ésta apueste por la democracia. Lo importante ahora no es el debate entre monarquía o república, sino la elección entre dictadura o democracia, y nosotros estamos claramente con la segunda. Si el Rey asume la monarquía parlamentaria y constitucional, nosotros lo apoyaremos". Misión cumplida, legalización y moderación comunistas garantizadas. El presidente tiene de Carrillo lo que quiere, y viceversa: "La conversación con Suárez es la más clara que he tenido en este periodo. Hemos tratado problemas concretos y hemos llegado a soluciones concretas [...] Pese a venir de donde viene, me ha dado la impresión [de] que, de mis interlocutores en ese periodo, es el que tiene menos resabios anticomunistas. ¡Sorprendente pero cierto!".Son las 12 de la noche, han transcurrido casi seis horas de intensa conversación y ninguno se ha levantado de su sitio. En el exterior, amaina la lluvia y el cielo parece despejarse, augurando horizontes despejados. ¿También en lo político? No, pues muchas tormentas habrían de azotar aún la nave de la Transición. Sin embargo, los dos líderes están satisfechos con la reunión y así se lo comunican a las únicas personas del entorno de uno y de otro que sabían del encuentro secreto de aquella tarde. Suárez, nada más llegar a La Moncloa, llama al Rey satisfecho porque "Carrillo se ha mostrado razonable, colaborador y moderado". El monarca recibe la noticia con reservas, sin aplaudir ni rechazar la legalización del PCE, pues teme en aquel momento que una decisión favorable a la integración de los comunistas abra serias heridas en el Ejército. Al día siguiente, 28 de febrero, Adolfo comunica a Torcuato Fernández-Miranda que, tras su reunión con Carrillo del día anterior, legalizará al PCE. Torcuato no está de acuerdo, lo considera un grave error que hará fracasar la reforma que él mismo ideó, y por eso se irá distanciando cada vez más del presidente del Gobierno. Paradojas de la Historia: la reforma política conducida por Suárez acababa de engullir a la persona que la formuló jurídicamente. Exultante, ilusionado, Carrillo confirma a sus colaboradores más estrechos -Jaime Ballesteros, Pilar Brabo, Simón Sánchez Montero y Manuel Azcárate- que "pronto saldrá el sol". La legalización está cerca. Les dice además que el presidente acaba de autorizar la cumbre eurocomunista de los días 2 y 3 de marzo en Madrid, con presencia de Georges Marchais y Enrico Berlinguer. Estos correligionarios de Carrillo sabían que aquella tarde su líder se reunía con Suárez, si bien desconocían el lugar y los detalles del encuentro. Ana Montes respira tranquila, ha cumplido con solvencia su papel de anfitriona. Disuadió a sus suegros para que aquella tarde no vinieran a comer, ocultó a los niños los asuntos de Estado en que su marido y ella andarían involucrados en medio del aguacero, condujo con éxito a Carrillo hacia el chalé sorteando "persecuciones" y desconfianzas, logró que el comunista no reparara en el discreto servicio de seguridad que el presidente había previsto para vigilar la reunión y, sobre todo, quedó aliviada al constatar que el vecino no interrumpiría "el encuentro en la cumbre" entre el jefe del Ejecutivo y el líder de la oposición. Gracias a su diario, y al archivo personal de José Mario Armero, puede abordarse la intrahistoria de este episodio sin el cual no se entiende el tránsito a la democracia después de 40 años de dictadura. Estas teselas de información permiten reconstruir el mosaico, siempre complejo y poliédrico, de una Historia fascinante.

Y de unos hombres fascinantes, añado yo, que parecen haber desaparecido del panorama político nacional. ¿Nostalgia del pasado? Es muy posible, pero las comparaciones con los actuales no tienen color. Por desgracia.