En realidad, retrasar una hora en invierno ubica a España durante cinco meses (de octubre a marzo) más cerca del huso horario que le corresponde geográficamente, según la zona del Tiempo Universal Coordinado (UTC) que tiene como referencia el meridiano de Greenwich. Aún retrasando esa hora, España mantiene todavía una hora de diferencia adelantada (UTC+1) por el cambio que se produjo durante la Segunda Guerra Mundial que, a pesar del carácter temporal con que se hizo, nunca llegó a corregirse. Es por ello que España se rige, en la actualidad, por la Hora EuropeaCentral (Berlín) en lugar de la que le corresponde de Europa Occidental (Londres), razón por la cual tenemos una hora de adelanto con respecto al sol en invierno, y dos en verano.
Como vemos, mucho más que la cuestión técnica acerca del huso que debería regir el horario en España, dada su ubicación geográfica, el cambio de hora genera controversias por las alteraciones que ocasiona en los ritmos circadianos de las personas y en las costumbres o hábitos sociales, laborales y hasta familiares de la población. Es decir, aparte de las conveniencias económicas de la medida, las críticas provienen de los trastornos que ocasiona la desincronización de nuestro reloj interno con los ciclos de luz y oscuridad modificados con cada cambio horario. Esa periódica desincronización entre los ciclos de vigilia/sueño con los de luz/oscuridad puede suponer, para muchas personas, problemas a la hora de conciliar el sueño, cambios en el estado de ánimo, trastornos alimenticios y hasta alteraciones en el rendimiento intelectual y físico. No tener sincronizado nuestro reloj interno con nuestro huso horario acarrea toda una serie de problemas que la investigación científica tiene suficientemente demostrados y contrastados.
Y es que, alargar las horas diurnas en verano, impide que nadie se acueste temprano si hasta las 10 de la noche todavía hay luz, lo que conlleva que los españoles seamos los europeos que menos dormimos, casi una hora menos que los del resto del continente.
Y aunque somos también los que más tiempo pasan en el trabajo (más de 200 horas al año que un alemán, por ejemplo), no somos los más productivos, entre otros motivos, porque no aprovechamos convenientemente las horas de luz por la mañana, tal y como nos predispone nuestro reloj interno. Está demostrado que la jornada intensiva en el trabajo reduce el absentismo laboral y aumenta la productividad, según una investigación de la Universidad de Zaragoza. Todo ello tendría consecuencias en nuestros hábitos sociales, educativos y culturales, de los que somos renuentes a cambiar, y que es, justamente, lo que sale a relucir en todas las discusiones que mantenemos, cada año, a vueltas con la hora. Somos así: viscerales más que racionales.