En Abel Sánchez el protagonista es un Caín de nuestro tiempo (o más bien de tiempos de Unamuno). Joaquín Monegro no es una persona de vida especialmente desafortunada, al menos desde un punto de vista objetivo, pero tiene la desgracia de comparar continuamente su existencia con la de su amigo de la infancia Abel Sánchez. El detonante de los acontecimientos es el profundo enamoramiento que sufre por su prima Helena, una mujer tan bella como gélida y calculadora, que acaba eligiendo a Abel como pareja. Abel posee un carácter mucho más seductor que su neurótico amigo, un artista de éxito con buenas habilidades sociales, frente a los respetables conocimientos médicos de Joaquín, que éste considera vulgares. El arte extrovertido frente a la ciencia introvertida.
Es evidente que Joaquín, del que a veces se muestran fragmentos de una especie de confesión que escribe al final de sus días, tiene mucho de unamuniano. El personaje se mueve en la angustia eterna de quien interpreta cualquier suceso de manera invariablemente pesimista, como si una conspiración, quizá organizada por una divinidad cuya existencia no es segura, se hubiera organizado en su contra. La figura de Abel, el amigo afortunado con quien constantemente se compara, le produce una mezcla de admiración, estupor y rechazo, puesto que su idea es que todo lo que tiene, especialmente esa Helena que debía pertenecerle a él, no lo ha ganado por sus méritos, sino por una especie de gracia azarosa que ha tocado en suerte a su amigo. Todo gira en torno a él y sus circunstancias y el tormento interior de Joaquín, inevitablemente, se traslada a su mujer e hija, que poco pueden hacer para ayudar a un ser tan obsesivo.
Lo que interesa a Unamuno ante todo, a la hora de abordar esta obra, es la descripción de dos tipos humanos enfrentados, la historia de una pasión que consiste en querer ser otro, o más bien atraer para sí los rasgos definitorios del otro. La envidia, el sentimiento que define a los españoles según una vieja cita de Salvador de Madariaga, se convierte aquí en una afección maligna que corroe el alma del protagonista, tan ensimismado consigo mismo y con su obsesión que el resto del mundo parece no existir: más que en descripciones directas Abel Sánchez se sostiene a base de diálogos que dibujan un espíritu absurdamente atormentado.