Por estas semanas el Congreso está siendo sacudido por discusiones sobre el aborto. Esto ha sometido a nuestros legisladores a una interpelación social como no ocurría hace años, lo que ha llevado a muchos a anticipar cómo votarán y, también, a que expliquen por qué.
Discrepan sobre el aborto, seguro. Pero de sus respuestas surge que tampoco comparten una única idea de cómo hacer su trabajo. Al menos son tres. ¿Todas son posibles para la Constitución?Una es la del legislador que decide
votar por sus propias convicciones. La idea es tentadora: dado que la cuestión del aborto tiene ribetes morales profundos, puede parecer apropiado resolverla indagando en el ámbito de la propia conciencia, ya que es allí donde solemos encontrar guía para actuar ante los dilemas con que la vida nos enfrenta en lo personal. Coincidentemente, las convicciones son propias porque se construyen en primera persona. Son el resultado de nuestras creencias más íntimas (como las religiosas o ideológicas) y de nuestra propia experiencia de vida (por ejemplo, "porque me tocó" o "conozco a alguien cercano a quien le tocó transitar un aborto o lidiar con un embarazo no deseado", etcétera). Por supuesto, si un legislador se siente políticamente legitimado para votar por estos fundamentos, es porque piensa que sus convicciones fueron parte de las razones por las que fue elegido para representar.El problema es que esto resulta incompatible con nuestro sistema constitucional de democracia representativa. Desconoce que
la función legislativa requiere de un genuino esfuerzo por representar a la ciudadanía, ya que en nuestra Constitución nunca deja de ser "el pueblo" el que "delibera [y] gobierna […] por medio de sus representantes" (artículo 22). Su peor versión —que espero que no exista— coquetea con el mesianismo, porque implica usurpar la autoridad representativa con un esquema delegativo (del tipo "me eligieron para decidir en su lugar"). Esto es claramente irreconciliable con el modo en que elegimos a nuestros gobernantes: de ser así, no les pediríamos propuestas y planes de gestión. Otra versión, más razonable, intenta encuadrar las convicciones dentro de un marco representativo. Sostiene que los legisladores deben votar así porque haciéndolo "representan" a los ciudadanos que comparten dichas convicciones. Pero esto confunde representación (política) con representatividad (estadística). Solo funcionaría si las personas que integran el Congreso conformaran una muestra representativa de la sociedad toda —lo que no ocurre, por cómo está diseñado el Parlamento (los legisladores no son elegidos aleatoriamente del padrón electoral).Otra opción es la del legislador que decide reservar sus convicciones para su vida privada y
votar según lo prefieran sus representados, aun si no lo comparte. A diferencia de la anterior, esta alternativa genuinamente encarna una variante de la representación: la que conocemos como mandato. Aquí, nuestro hipotético legislador reconoce con razón que el trabajo que la Constitución les encomienda, tanto a diputados como (desde 1994) a senadores, es representar al pueblo. Por ello, considera que cumple con su función al registrar fielmente las preferencias de sus mandantes para luego reproducirlas en el proceso legislativo. Esta concepción encaja perfectamente con el sistema de gobierno representativo. No obstante, hay un motivo estructural que la hace inviable: la representación parlamentaria en Argentina no está calibrada para funcionar en formato de mandato para legislar sobre estos temas.Veamos por qué. Y para ello dividamos al país en dos. En una zona X, ubicada en un área central y de solo un cuarto de su territorio (27%), Argentina concentra dos tercios (67%) de su población y genera cuatro quintos (80%) de su riqueza. En cambio, en la zona Y vive el tercio restante de sus habitantes, quienes se esparcen en casi tres cuartos de su superficie, buena parte en áreas alejadas de corredor central, y apenas llegan a un quinto del PBI nacional. La dificultad es evidente: la zona X está mucho más poblada, es bastante más rica y tiene una ubicación privilegiada respecto de los centros de poder nacional. ¿Cómo evitamos que los intereses de los habitantes de la zona Y sean desatendidos por el gobierno federal? Todos los habitantes, de todas las regiones, están representados en el Congreso. Sin embargo, si a la zona Y le correspondiesen bancas según su población, que es muy minoritaria, tendrá bajo peso político y es probable que pierda sistemáticamente al decidirse, por ejemplo, la repartición de la obra pública. Es para evitar esto que existe el Senado: si bien solo un tercio de los habitantes viven en la zona Y, estos son representados por el 79% de los senadores. (Algo similar, aunque menos extremo, ocurre con sus diputados, que ascienden al 45%). Así se resuelve un problema clave: atender los intereses de todos en la distribución de recursos.
¿Si nuestro legislador sigue empeñado en querer honrar su función
representativa y comprende que no puede hacerlo como mandatario,
qué salida le queda? Desde ya, hay una idea de representación que
es compatible con la Constitución y viable. Solo que requiere de
mayor esfuerzo que las estrategias anteriores, lo que no es motivo
para retomarlas.
No es fácil descifrar lo que pensarían todos argentinos, luego
de informarse, sobre cada aspecto del problema del aborto.Pero sí contamos con un compendio detallado de los mejores
argumentos disponibles desde cada perspectiva. En buena
medida, estos argumentos representan a la sociedad, en sus puntos
de vista más informados, trabajados y reflexivos. Analizarlos
cuidadosamente y adjudicar la disputa entre ellos de la forma que
mejor atienda a los argumentos más potentes es un modo de
tomarse en serio el trabajo de representante.
En buena medida, es una labor similar a la que les encomendamos
a los jueces cuando deciden casos de derechos en conflicto. Pero
los legisladores tienen ventajas notables: disponen de muchos más
recursos decisorios que un juez. Por ejemplo, pueden optar por una
solución al problema simplemente porque resulta "más conveniente"
o "mejor" para el país, en vez de estar atados a su jurisprudencia o
a las leyes (sí a la Constitución, pero esta no dice mucho sobre el
tema, particularmente sobre los aspectos en que hoy se propone
modificar la legislación). A diferencia del juez, el legislador no
necesita obsesionarse con conseguir consistencia absoluta entre
los supuestos regulados. Esto habilita un espectro mayor de
soluciones y permite poner especial acento en las consecuencias:
por ejemplo, puede aceptarse que el aborto es inmoral en ciertos
casos, pero decidir no criminalizarlo porque traería consecuencias
peores. El autor es profesor de Derecho Constitucional, Universidad de
San Andrés.
Fuente: infobae.com