No sé de dónde vuelven, tan abstractos, ni quién empuja a quién, por qué se siguen, por las calles vacías de sí mismos, como voz al aliento hasta su casa. Más que un cuadro componen un emblema, como dos animales fabulosos o demasiado ciertos para ser precisos, como dos alrededores que se juntan sin más a cada instante para ver si el aliento está en su casa, o dos despalabrados que se besan por creer que una casa es solamente allí donde el aliento llega antes. No sé con qué decirlos,
si aún deben cumplirse en mi palabra para estar en mi sangre como el rumbo que recorrió su sangre hasta su cuerpo, o se han cumplido ya, como sus gestos en mi modo de andar o de dormir, de llamar a las cosas por su ausencia, por pura educación de lo que existe, o de amar los milagros sin creer en milagros; si son, más que un enfermo, una silla, una mujer; o mi padre, mi madre y una enfermedad cualquiera, un león, una herida y una rosa en un jardín municipal, fundidos como el viento y el árbol
hacen carne. Es demasiado pronto para que los recuerden, para ser sólo un producto de la fantasía, hijos de una literatura escasa para lo que vivieron, padres de una gran emoción política, testigos de la resurrección. La primavera se ha equivocado un poco en sus figuras, los ha dispuesto en un lugar visible, entre la furia y la delicadeza, ajenos a la culpa y al perdón, para ensayar su panta rhei qui tollis peccata mundi con las otras cosas; inmunes a mis ojos.