Independientemente del objeto y contexto de la manifestación, cualquier referencia o simulación de prácticas o rituales religiosos no constituye, por sí mismo, una burla, escarnio o mofa de los sentimientos religiosos, puesto que ningún credo ni sus fieles disponen de la exclusividad de expresar públicamente, a través de procesiones que portan imágenes y objetos o en reuniones y actos también de carácter público, su particular adhesión o compromiso con lo que Kierkegaard definía por su irracionalidad, es decir, con creencias que contradicen las evidencias y la razón, como es la fe, toda fe. Ni por ello, por muy libres que sean para abrazar el credo que elijan, exigir de la sociedad el privilegio exclusivo de que su fe y sus modelos de vida y moral sean aceptados en la esfera pública como si de verdades absolutas e irrefutables se trataran, arrogándose el respeto de una intocabilidad que los blinda de toda crítica o cuestionamiento, cosa que no se concibe con las “verdades” de la ciencia, siempre expuestas a revisión.
Los integrantes de una comunidad de intereses religiosos, como en puridad son los creyentes católicos, están acostumbrados a disfrutar de indulgencia pública, de dinero público, de prerrogativas para el adoctrinamiento -colegios religiosos, asignatura religiosa evaluable- y de respaldo legal para que sus creencias se consideren preeminentes e indiscutibles en la sociedad. Y por el arraigo que confiere tanto apoyo estatal, no toleran que se les trate como a cualquiera que afirme su convencimiento absoluto en hadas, duendes y seres sobrenaturales, algo muy respetable a nivel privado, pero expuesto a crítica, sátira o divertimento a nivel público, sin que ello suponga ninguna ofensa de los sentimientos, sino libertad de expresión.