Me hallaba elucubrando mentalmente estas ideas cuando otro asunto me ha llamado poderosamente la atención. Era el anuncio de que el presidente norteamericano iba a llamar por teléfono a su “cuate” español, Mariano Rajoy. Nunca antes una comunicación entre líderes había sido tan ampliamente publicitada como si fueran unas rebajas. Y, claro, esa inaudita y anunciada charla generó un morbo insano entre los que prestan atención a estas cosas aparentemente tan insulsas, sobre todo porque uno de los interlocutores, endiosado con el poder depositado en sus manos, le gusta reprender al resto del mundo por no pagar a Estados Unidos por su bendita existencia, dejando con la palabra en la boca a quien le rebata cualquier impertinencia, descortesía propia de su procedencia empresarial, y porque el otro interlocutor es tan lento en reaccionar que, aun rodeado de asesores, sus silencios suelen interpretarse como una sabia estratagema para dilatar la asunción de iniciativas o la resolución de problemas. Si uno no quiere saber nada de español y el otro no tiene ni idea de inglés, por más intérpretes que haya por medio, y cuando uno va de sobrado y otro de sumiso, la conversación que entablan acaba siendo un diálogo de besugos. El primero, con su blanca soberbia yanqui, avisa que hay que aumentar el gasto militar y contribuir con menos racanería al sostén del paraguas de la OTAN que nos guarece. Le faltó amenazar que, en caso contrario, nos levantaría un muro -que pagaríamos nosotros, naturalmente- para separarnos de la defensa atlántica. Y el segundo, con su inevitable tics nervioso ocular, le responde que se ofrece como mediador de los intereses norteamericanos ante Europa y América Latina. Es por eso que, una llamada prevista de quince minutos, sólo durase diez. No se entendían. Cosa prevista pero aireada como un triunfo por España porque, al menos, no le colgó el teléfono como al primer ministro australiano. Era, pues, un asunto para lucirse en una columna sobre las habilidades de nuestro inefable presidente de Gobierno. Pero, una vez más, otro estímulo seguía atrayendo el interés desde hacía algún tiempo y arrinconó la atención de la llamada telefónica.
Imbuido en estos procelosos pensamientos, me asalta otro asunto mucho más macabro. Un niño (¿cuántos van?), de los que suelen acompañar a sus padres en una huida desesperada hacia algún lugar presuntamente más civilizado, apareció ahogado en una playa gaditana. Otra vez la imagen brutal de Aylan, el niño sirio que apareció muerto, también ahogado, en las costas griegas. En aquella ocasión, los medios de comunicación difundieron la imagen y la noticia por todo el mundo, para que por unos segundos, al menos, nos conmovamos con el drama de los que emigran jugándose la vida. Pero en ésta, la que se produjo en nuestras playas de todos los veranos, no hubo oportunidad para ninguna imagen, tardándose, además, en dar a conocer el hecho, incluso a las autoridades municipales del término. Unos días más tarde, el suceso sirve para elaborar un par de líneas en los periódicos, útiles para criticar la actuación gubernamental, sospechosa deocultamiento. Tan sólo un par de ONG puso el grito en el cielo de nuestras conciencias, sin ninguna consecuencia porque andábamos preocupados con otros temas mucho más trascendentales: la lid a degüello entre Iglesias y Errejón, la factura inmoral de la luz y la desfachatez exhibicionista de los independentistas catalanes. No damos abasto con los asuntos. ¿De qué hablar?
Y para acabar (por falta de espacio, no de asuntos) un acontecimiento de gran revuelo y enorme repercusión mediática: el XVIII Congreso del Partido Popular. El partido de la derecha de España actualiza su agenda ideológica, adecua su estrategia política y se prepara para responder a los retos que les presenta la sociedad española en la actualidad, como son la falta de empleo, la corrupción política y una desviación moral que la aparta de las tradiciones más señeras. Un evento para discutir grandes cuestiones que ocuparán los trabajos de las ponencias hasta determinar la postura oficial del partido en cada cuestión. De entre todas ellas, la más espinosa –y que evidencia la profunda preocupación de los conservadores por los grandes temas de su país- es la relativa a la acumulación de cargos que ostenta la secretaria general del PP, María Dolores de Cospedal, quien además ejerce de presidenta del partido en Castilla-La Mancha y ministra de Defensa. Este es el asunto que más tinta ha derrochado en los medios y del que Rajoy tiene la última palabra o el último silencio: ratificarla en sus cometidos, ¡faltaría más! Y es que para eso se organiza un congreso: no para abrir un debate ideológico que dé respuesta a las necesidades y soluciones que reclama España, sino para asegurarse los puestos más golosos entre los dirigentes que pilotan la formación en un momento dado. Desde de Podemos al PP.
En definitiva, hay tantas cosas de las que hablar, sin estar seguros de que merezca la pena, que es mejor refugiarse en el silencio y contemplar la lluvia tras los cristales de la ventana. Es más satisfactorio y relajante.