Abuso, agresión o violación: la misma violencia

Publicado el 02 mayo 2018 por Daniel Guerrero Bonet
La sentencia judicial de la Audiencia de Pamplona sobre el caso del grupo de jóvenes, conocido como “La manada”, que mantuvo relaciones sexuales colectivas con una chica mediante intimidación cuando menos numérica, está levantando ampollas en la población y una oleada de manifestaciones multitudinarias en contra de lo que se estima como pena demasiado benigna fallada por aquel tribunal. Cada uno de los integrantes de “La manada” ha sido condenado a nueve años de cárcel al ser considerados culpables de un delito de "abuso sexual continuado con prevalimiento" en vez de violación, como esperaba la mayor parte de la ciudadanía. Se produce, en este caso,, un cuestionamiento de la “verdad” judicial por la “verdad” que perciben las personas, legas en la materia, que expresan públicamente su disconformidad con la sentencia. Y las dos verdades son compatibles aunque difieran en gran medida. Una se basa en hechos probados y tasados según la legislación vigente, después de escuchar a la víctima, a los agresores, a los testigos, visionar vídeos y analizar las circunstancias, y la otra, en apreciaciones subjetivas sobre la gravedad de lo sucedido, al calor de las emociones que despierta el asunto. Las dos son legítimas y han de ser compatibles en una sociedad democrática en la que impera el respeto a la ley, la separación de poderes, la independencia de la Justicia, la confianza en el funcionamiento de las instituciones y, naturalmente, el derecho a una opinión pública que se expresa en libertad y con la finalidad de ser tenida en cuenta. ¡Cuál ha de prevalecer?
Debe prevalecer la ley porque de su respeto y obediencia deriva y se garantiza la convivencia pacífica en toda sociedad regida por el Estado de Derecho en democracia. Pero las leyes han de adaptarse a las nuevas y cambiantes circunstancias que en cada tiempo histórico hacen predominar determinados valores y normas sobre otros. No son los jueces los culpables de una condena considerada demasiado benevolente o injusta, sino las leyes que así califican, con graduación punitiva, los delitos y que ellos sólo se limitan a interpretar y aplicar según su fundado y ponderado criterio. Lo que no se puede ni se debe es sustituir la justicia por el dictamen de una opinión pública que se adueña de las calles y acapara la atención de unos medios de comunicación que la fortalecen. En caso de evidente desfase entre la visión judicial y la visión social sobre los valores y normas imperantes en la sociedad, tendrá que ser aquella la que se adapte a esta de manera tan precavida como exija la prudencia y permita el orden jurídico, sin provocar un vaciamiento de la legalidad.
Habrá, por tanto, que modificar y proceder a una reforma legislativa que actualice el Código Penal por el que se rige la actuación judicial y se castigan los hechos delictivos, con el fin de acercar y adecuar ambas verdades. Parece necesario empezar a considerar, a partir de ahora, como inherentes de violencia, explícita o implícita, a todas las agresiones y abusos sexuales cometidos sin su consentimiento contra las mujeres, también contra menores víctimas de pederastia, y no exclusivamente a las violaciones, en las que la única diferencia es la penetración a la fuerza, se ejerza o no una actitud violenta en los agresores o se constate una falta de resistencia, por intimidación o miedo, en la víctima. No hay que graduar penalmente la existencia probaba de una resistencia que pone en peligro la integridad física de la víctima para probar la violencia que supone todo abuso, agresión o violación de una persona. Porque el mero hecho de atentar contra la integridad física (abusos, agresiones, violación) y moral (derecho al respeto y la dignidad) de cualquier persona (mujer u hombre, adulto o menor), independientemente del método intimidatorio empleado, debería ser suficiente para apreciar la violencia física o psicológica ejercida. Y eso es, precisamente, lo que demanda, en la actualidad, la sociedad a causa de la sentencia por el caso de “La manada”, una exigencia nacida del hartazgo que genera tantos atentados cometidos contra la libertad de las mujeres, en particular, y de las personas, en general.
Se deberá, por tanto, que reformar la ley. Pero ello no ha de hacerse “en caliente” ni bajo presión popular, sino con sosiego y reflexión, después de estudios y análisis por parte de técnicos y juristas, y tras un amplio consenso parlamentario, para que la nueva legislación penal no sea fruto de la conveniencia política, siempre dispuesta a obtener réditos electorales, sino de la nueva realidad social del país. Una realidad en la que manosear una mujer, agredirla sexualmente empleando el abuso de autoridad o su dependencia en relación al hombre o violarla son actos sexuales sin consentimiento y, por consiguiente, actos de violencia contra la integridad física de la mujer y un atentado contra sus libertades. Son ataques a su dignidad, su intimidad y su libertad sexual y personal. No debería establecerse una escala de grados en la falta de respeto y violencia en todas estas agresiones sexuales, sino simplemente si se respeta a la mujer o no, sean cuales sean las vejaciones a las que se vea sometida. Y todas las de tipo sexual son actos de violencia contra ella que, a estas alturas, ya no se comprenden ni se consienten en una sociedad libre, sin servidumbres machistas y garantista en derechos que hacen a todos iguales ante la ley.
Es pertinente una actualización de las leyes porque, hoy en día y hastiados de excusas culturales, los abusos sexuales, las agresiones y la violación son expresiones de una misma violencia que sufre la mujer, en distintas formas, por el mero hecho de ser mujer y ser considerada como simple objeto para uso y disfrute del hombre, se preste a ello o no. Máxime si el hombre se comporta, en manada, como los animales, guiado por sus instintos más bajos y despreciables. De ahí la indignación colectiva que pone en cuestión el crédito de la Justicia, sin aguardar ni respetar la garantía procesal que supone la doble instancia en el orden penal que permite la revisión de condenas en tribunales superiores, mediante el derecho a apelarlas. Yo sí creo en la Justicia.