Y es que lo más devastador para el libro es el que, ignaro de su valor metafísico, lo utiliza como combustible para la chimenea o de papel higiénico, así como quien lo destruye o censura para impedir que nadie acceda a su lectura y aprehenda conocimiento. Los primeros, no es que queden pocos, sino que han evolucionado hacia la erudita ignorancia con la que lo exhibe en el mueble-bar como artículo de decoración. Los segundos, superados por los tiempos, se limitan a relacionarlos con la rentabilidad comercial o el interés de moda, abortando toda iniciativa que no reúna tales requisitos.
Entre la biblioclastia y demás bibliopatías, nos estamos convirtiendo en temibles acarus eruditus que acabaremos haciendo desaparecer el libro como vehículo cultural imprescindible para la transmisión del saber.
*William Blades, Los enemigos de los libros, editorial Fórcola, Madrid, 2016.