Decía Anaximandro, uno de los tres primeros filósofos de la historia, que en el principio todo permanecía en un estado de equilibrio, formando parte del ápeiron, lo indefinido e ilimitado. En aquel magma original nada particular había salido a la existencia, porque, si algo hubiera pretendido hacerlo, su contrario habría reaccionado de forma compensatoria y lo habría devuelto al estado de equilibrio y de indiferencia. Acción y reacción, pues, se contrarrestaban. Al final, acabaron naciendo las cosas a causa de que unas se impusieron injustamentea sus contrarias, rompiendo así el equilibrio original. De esa injusticia nacieron, pues, las cosas emparejadas con sus opuestos: el frío y el calor, la noche y el día, lo duro y lo blando, lo dulce y lo amargo… que no pararían de disputarse entre ellas y de alternar eternamente su respectiva primacía. Bueno, eternamente no; al final, según Anaximandro, todas las cosas acabarían regresando al equilibrio original y se disolverían de nuevo en el ápeiron.
Ilustración: Samuel Martínez Ortiz Nuestra historia, precisamente, constituye una depurada demostración de esta ley según la cual toda acción va seguida de su correspondiente reacción, presuponiendo que, según hubiera dicho el filósofo griego, aquella trataba de prevalecer injustamente, y antes de que tal injusticia se consumara. Ocurre, sin embargo, que si el ámbito de aplicación de esa ley de la acción y la reacción fuera general y absoluto, la historia no habría sido posible, porque para que exista dinamismo histórico es preciso que la acción prevalezca sobre la reacción; de otra manera, todo acabaría estancado en el punto cero, en el cual dejaría de haber movimiento, demostrada su inutilidad, y no existiría el progreso hacia formas cada vez más complejas de las cosas, que es lo que, sin embargo, se dedica a hacer la evolución. Pero no hay duda de que, pese a todo, en España la idea de Anaximandro de que toda acción sería una especie de injusticia que exige su reacción compensadora y reparadora se ha cumplido bastante fielmente. El hecho de que en estos últimos siglos que abarca la Edad Moderna la historia haya adquirido un dinamismo arrollador permitiría explicar el hecho de que en España, tan apegados como estábamos a las tesis de Anaximandro, no hayamos sabido seguir el ritmo que marcaban los países más dinámicos de nuestro entorno. Así, por ejemplo, y para empezar, los azares que en el siglo XVI condujeron al cambio de dinastía de los Trastámara por los Austrias, provocaron que finalmente, cuando en Europa iban tomando cuerpo mentalidades lo suficientemente abiertas como para que el estudio experimental de la naturaleza y el método científico fueran abriéndose paso, aquí optáramos por el movimiento reaccionario de la Contrarreforma, que hizo que en muchos sentidos nos situáramos en la estela de una Edad Media que la historia quería dejar atrás. En el siglo XVIII empezó a abrirse paso en toda Europa la Ilustración, y la idea de que la soberanía residía en los ciudadanos en vez de estar encarnada en las monarquías absolutas iba haciéndose cada vez más consistente. No fue aquel un mal siglo para España, al menos hasta la muerte de Carlos III, pero ya su hijo Carlos IV, y sobre todo el hijo de este, Fernando VII, encabezaron un movimiento reaccionario que frenaría poderosamente el avance del liberalismo a lo largo del siglo XIX. Ese movimiento reaccionario, representado especialmente por el carlismo absolutista, lastró gravemente entre nosotros la marcha a lo largo de ese siglo, y las consecuencias de todo aquello seguimos sufriéndolas a día de hoy, puesto que los nacionalismos se desarrollaron como prolongación de aquel carlismo, y en los mismos lugares en los que este prevaleció. La República fue recibida en 1931 por muchos españoles como el cauce político que se estaba necesitando para dar un impulso definitivo a la modernización de nuestro país. Nuestros mejores intelectuales, y a la cabeza de todos ellos José Ortega y Gasset, la recibieron pletóricos de esperanza. Pero desde el principio muchos de los que ayudaron a traer aquella República empezaron, paradójicamente, a conspirar contra ella. El partido más importante de la izquierda de entonces, el PSOE, especialmente después de perder las elecciones en 1933 y tras apartar de la presidencia de UGT al moderado y destacado intelectual Julián Besteiro, asumió plenamente las ideas revolucionarias que habían triunfado en Rusia y, bajo la presidencia de Largo Caballero, el llamado Lenin español, pasó a considerar a la República como una democracia burguesa que era necesario sustituir por la dictadura del proletariado. Desde ese epicentro, compartido con el que emanaba desde un anarquismo que siempre se mantuvo en los aledaños del terrorismo, y el del disgregador separatismo, así como el freno que a toda posible evolución oponían las élites dominantes, se generó una inestabilidad política y social cada vez mayor que desembocó en la Guerra Civil y en la Dictadura, y de nuevo el avance de España hacia la modernidad fue dramáticamente obstaculizado. Y hemos llegado, en fin, al momento presente. Cuando hace unos años parecía que habíamos superado nuestras crispaciones y proverbiales enfrentamientos, estando plenamente incrustados en esa zona del mundo privilegiada que es Europa y con unas instituciones que a priori tenían que haber servido perfectamente para la tarea, debería haber resultado fácil discurrir hacia la conformación del estado moderno que caracteriza a los países del norte de Europa. Sin embargo, los movimientos reaccionarios frente a esa posibilidad han surgido por doquier y los españoles no acabamos de despejar el camino hacia el progreso. Nacionalistas, poderosos grupos de inspiración totalitaria, unos partidos mayoritarios y unas instituciones que han dilapidado todo el capital de credibilidad con el que una vez contaron, así como una organización territorial disparatada y despilfarradora se han convertido de nuevo en las trabas que recurrentemente hemos ido poniéndonos los españoles cuando lo que tocaba era avanzar.El deseo de regresar, de desandar lo andado, de impedir el progreso hacia el estado moderno resulta ser, una vez más, especialmente poderoso en nuestro país. La añoranza del ápeiron parece que puede con nosotros.