Aceptándonos como Somos

Por Av3ntura

El primer paso para resolver un problema es reconocer su existencia. Del mismo modo, lo primero que debemos hacer cuando nos proponemos mejorarnos a nosotros mismos es conocernos y aceptarnos como realmente somos.

Aceptar que no somos perfectos, que nos equivocamos muchas más veces de las que nos gustaria admitir y que caemos fácilmente en obsesiones o manías que ponen a prueba todos los días la paciencia de aquellos que conviven o trabajan con nosotros no implica en absoluto que tengamos que reconocer que no tenemos solución y sigamos como estamos. Aceptarnos implica darnos cuenta de cómo somos cuando nos dignamos a mirarnos como nos ven los demás, cuando no nos valen las trampas que acostumbramos a hacernos al solitario para despistar a nuestra conciencia.

Hay que tener cierto coraje para hacer el ejercicio de intentar vernos desde fuera de nosotros mismos y descubrir nuestras zonas erróneas cuando no podemos esconderlas tras ese escudo protector con el que intentamos envolver nuestra idealizada existencia.Y también se necessitan importantes dosis de humildad y de perseverancia para seguir hacia adelante después de haber pasado por dicha experiencia.

Tener que admitir los propios errores nunca es plato de buen gusto. Reconocer nuestras propias sombras tampoco. Pero se hace imprescindible tomar conciencia de ellas para poder empezar a corregir esas zonas erróneas que todos tenemos.

A menudo nos empeñamos en analizar las vidas de los demás y acabamos metiendo nuestros dedos indiscretos en demasiadas llagas ajenas. Qué fácil nos resulta detectar dónde y porqué fallan los demás y qué poco nos fijamos en el pie del que cojeamos nosotros. Quizá porque lo que nos es ajeno no nos duele ni nos quita el sueño. Quizá porque nos creemos dueños de la verdad y a los demás solo les dejamos espacio para la mentira y los tropiezos. Como si nosotros nunca nos hubiésemos caído, como si nunca nos hubiésemos metido en líos de los que no nos hubiésemos visto capaces de salir sin ayuda o nunca hubiésemos hecho el ridículo.

¿Nos hemos preguntado alguna vez por qué somos tan permisivos con nosotros mismos y tan exigentes con los demás?

¿Por qué creemos que todas nuestras ofensas hacia los otros siempre son perdonables, pero las suyas hacia nosotros no?

Para tratar de justificar nuestros actos fallidos siempre encontramos excusas, mientras que las de los demás siempre nos suenan a cuentos chinos. Tal vez porque el dolor no se entiende igual cuando lo padecemos nosotros que cuando lo padecen los otros.

Pero, aun así, nos mantenemos firmes en nuestra insistencia de cambiar a los demás para que se ajusten a lo que nosotros creemos que necesitamos ver reflejado en ellos, en nuestros padres, en nuestros hijos, en nuestros hermanos, en nuestros amigos o en nuestra pareja. Sin darnos cuenta de que sus comportamientos hacia nosotros acostumbran a ser un reflejo de los nuestros hacia ellos.

De ahí que sea tan importante aprender a conocernos bien, revisando esa imagen que se han formado de nosotros los demás y rectificándola si no se corresponde a lo que en realidad somos por dentro. Si nos empeñamos en escondernos detrás de una imagen falsa, difícilmente recibiremos de los demás una respuesta genuina y, si lo es, lo más probable es que no se corresponda en absoluto con lo que esperaba encontrar nuestro yo real, ése que no mostramos por miedo a ser rechazados o juzgados.

La vida es una experiencia demasiado breve como para no disfrutarla en primera persona.

Si contásemos el tiempo que malgastamos huyendo de nosotros mismos y de nuestros fantasmas nos daríamos cuenta de lo poco que, en realidad, nos permitimos vivir.

Si dejásemos de competir por intentar ser los mejores en todo, tal vez encontraríamos tiempo para aprender a ser los mejores para nosotros mismos y para aquellos que de verdad nos importan.

Ser capaces de entender todo eso que nos lleva a cometer errores, que nos hace enfrentarnos continuamente con los demás y con el mundo, que nos lleva a decepciones y que tantas veces nos conduce a precipicios por los que tememos despeñarnos es lo que nos permite prepararnos para dar el primer paso hacia el cambio que necesitamos.

Muchos hemos soñado durante años con cambiar el mundo sin darnos cuenta de que nosotros somos parte de él, por lo que también somos parte del problema.

Aceptar esa realidad no es tarea fácil, porque siempre es más sencillo pensar que el problema lo han causado los demás.

Nos sentimos como seres de otro planeta, pero no se nos pasa por la cabeza cuestionarnos lo que nosotros pensamos o hacemos ante los demás para que nos tilden de “raros” o de “freakies”. Por el contrario, reaccionamos acusando al mundo de no estar a nuestra altura, de no ser lo que nosotros necesitamos que sea. Como si no fuésemos nosotros los que debiéramos adaptarnos a la realidad, sino ella a nosotros. Hasta que, pasados muchos años y sufridas demasiadas decepciones, entendemos que todo es mucho más simple de lo que pensábamos cuando teníamos 15 o 16 años. Que nadie puede cambiar el mundo porque el mundo no es más que un reflejo de lo que somos.

Si no nos gusta lo que vemos fuera, tal vez la solución empiece por cambiarnos a nosotros mismos, por convertirnos en el tipo de personas que nos gustaría encontrarnos por el camino para que quienes nos encuentren en el suyo sientan que el mundo sí puede cambiar para mejor cuando nos dignamos a ser un poco mejores nosotros.

Aceptarnos como somos no implica que nos tengamos que resignar a quedarnos como estamos, sino descubrir nuestro punto de partida hacia el camino que decidamos recorrer. Lo más importante a la hora de tomar decisiones es tener muy claro el motivo que nos ha empujado a tomarlas. Es importante saber dónde estamos y qué queremos, pero más importante aún es tener claro dónde no queremos estar y qué es lo que no queremos en nuestra vida, bajo ninguna circunstancia.

Muchas veces sentimos que no sabemos lo que queremos, sobre todo cuando nos hayamos en la encrucijada de decidir qué vamos a estudiar o por qué oferta de trabajo decantarnos cuando tenemos más de una. Pero, si tenemos claro lo que no queremos, la elección siempre nos va a resultar un poco más sencilla. De ahí que sea tan importante saber analizar los pros y los contras de cada opción; conocer nuestros límites; tener clara la importancia que le damos a los valores y a la parte material, entendiendo qué pesa más en nuestra vida y qué riesgos estamos dispuestos a assumir con cada inclinación de esa balanza.

No podemos tenerlo todo. Cada decisión que tomamos lleva implícita una renuncia, pero no deberíamos interiorizarla con connotaciones negativas, pues la decisión la estamos tomando nosotros y la responsabilidad de sus consecuencias no le concierne a nadie ni a nada más.

Hemos de aprender a ser consecuentes con lo que decidimos sentir, pensar y hacer con nuestras propias vidas. Ser capaces de ser aquí y ahora, sin perdernos en pasados inevitables ni en futuros que no tenemos garantizados. Porque la vida siempre nos sorprende cuando menos lo esperamos y nadie sabe, en verdad, lo que va a vivir mañana, por muy previsibles e iguales que le resulten sus días. En cualquier momento, la vida puede empeñarse en despeinarnos y arrancarnos de nuestra zona de confort y de nuestras rutinas. No perdamos de vista, pues, nuestras deportivas más cómodas por si, en cualquier momento, tenemos que salir corriendo.

Estrella Pisa

Psicóloga col. 13749