Acierto por error – @GraceKlimt + @tijeramanca

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

Entiéndeme. Yo soy el miedo en lo que vale. El quise porque yo pensé que tú querías y qué va, no me has dejado un cráter del tamaño de Nueva Zelanda en la memoria. La adolescencia deja de hacer gracia cuando tienes más de treinta años y más cicatrices que nostalgias. «Tú» es una palabra que sólo tiene sentido por escrito, en la vida real te esfumaste, ni siquiera te tomaste la molestia de inventarte unas palabras últimas a las que poder aferrarme como un clavo ardiendo y, sí, efectivamente abrasarme las manos y que el dolor me distrajese del abismo que iba devorándome con la caída. Así aprendí qué querían decir con lo de que no es el impacto lo que mata. A veces no hay hostia y tienes que aprender a volar porque no hay otra. ¿Y sabes? No es una puta metáfora. Retorcerte músculos, tendones, piel y huesos de los brazos para fabricarte alas duele diez mil veces más que cualquier punto y final. Pero ya está bien.

Escúchame. Me he cansado de morder el polvo. Y es que cuando llevas tanto tiempo pegando con tus huesos en el suelo, acabas creyendo eso de que unos nacen con estrella y otros estrellados, y oye, pues mira, a mí me tocó la cara B de la historia. Me volví casi sumisa, casi acepté que el destino es implacable y de nada sirve levantarse, por una pequeña eternidad casi no me revelé. Que en la antesala del fracaso no se vive nada mal, y también hay quien es feliz respirando angustia. Tanto volver a probar suerte, intentar esperanzada un nuevo acierto, y acabar tumbada de una hostia con el viejo error de siempre agota un poco. Así que casi me acostumbré a sonreír al sentir el familiar olor a tierra. Esa que se envuelve en mi boca con la saliva tibia y la sangre ardiente. Que me hace apretar los dientes, cerrar los ojos, clavar las uñas en la carne para no aullar. Contener las lágrimas, no llores, no tienes derecho a llorar. Pero sólo casi. Que ya no.

Como un ventilador de mierda. Fase dos: negar. Cruzar las vías cuando la megafonía de las estaciones por vez enésima nos lo prohíbe. Encenderse un cigarrillo. Bostezar. Próximo tren. Que llegue oxígeno al cerebro. Hago una foto a los rieles con el móvil y ya no es mi culpa lo que signifique. Soy feroz. Soy blando. Fase tres: enumerar las fases que me quedan hasta que relea esto y de vergüenza casi ajena. El que aquí escribe sólo es alguien temporal. La voz de urgencia. La piel que se tiene que llevar los golpes hasta despegarse. El que dice «nunca voy a ser feliz» y no sabe lo que cuesta ser feliz. El coste terrorífico en términos de alma. La felicidad es un dragón alquímico. ¿Qué significa? Que sus fauces devoran el sol, lo cazan con el cebo de la inmortalidad y el oro. Bien mirado, en esto se parece al siguiente tren.

Desperezarse. Cada puta mañana empezar el bucle igual. Abrir los ojos de golpe para que la vida duela menos. Hacerse promesas ridículas, hoy no me voy a enfadar, hoy sonreiré al sol, hoy será sábado noche en pleno martes, para que la realidad no gane tan pronto. Ir recogiendo las piedras que me lanzan, que me lanzo, y crear un muro infranqueable. ¿Quien dijo jaula?, yo soy mi jaula, no despiertes al dragón, aún no es la hora. Permite soñar una huida de las de película, escápate a Nueva York, allí todo funciona. O huye al menos del barrio. Deja de asfixiarte, respira un rato. Pero no importa, vaya donde vaya, voy conmigo. ¿Cuando fue la última vez que dijiste te quiero?, dilo más, suicídate en cada letra. Mañana amanecerá otra vez, no importa si has dormido o sigues practicando. Tip, tip, tip, suena la máquina de escribir. No estoy muerta.

Yo también. Uno de ellos. De los ocho millones. Puedo serlo. Proclamar: «Soy el Dios de las oportunidades perdidas» y que vengan en manadas a mi templo a arrojar monedas y virginidades a cambio de palabras que no brinden consuelo, sino que les electrocuten para que muevan el culo y se apañen de una puta vez. Cojo otra vez mi guitarra. Mi voz se ha descascarillado como el pomo de un portón en una casa del pueblo de tu infancia, pero suena. No estoy triste, tengo un boli. Acabo de apagar la radio que no deja de recordarme cuál no va a ser mi sitio. Me la pela. Voy a fundar mi propia religión de mediocres.

No sería un mal plan. Sería cojonudo, de hecho. Si fuese capaz de creer, no sé, en algo, en alguien, en mí. Dejar mi cuerpo en manos de un ser superior, entregar mi alma para ser salvada. A tomar por culo, mortales. Tocar el cielo reservado para unos pocos. Sublime. Nirvana. Redención. Pero no creo. Me río, a veces amargamente, de los pobres incautos que se creen a punto de la salvación. Y los envidio, sólo un poco. La felicidad impostada, la apariencia de perfección. Toda esa mentira inmensa que no deja avanzar en otra dirección que no sea la de los miles de corderos en manada. Yo paso. He encontrado mi camino. Tengo un arma llena de palabras. Poneos a tiro.

Pero la metralla de un magnetófono se gasta también. Sí. Nadie los usa, lo sé. Soy lo bastante mayor para aburrirme de explicar a gente como tú la escala evolutiva de mi autismo, del walkman a Spotify. Ya ni siquiera me salvan las camisetas, alguien de mi edad con un Megadeth o un Nirvana es un plasta, un tuitero, o un pipiolo que acaba de descubrir el fuego en la más profunda grieta de su mente. Si la hoguera sigue veinte años después bajo traje y corbata o cualquier otro uniforme, ellos son los jodidos peligros del mundo. ¿Aprender para equivocarme o equivocarme para aprender? Elige tu propia aventura. El veredicto será el que te merezcas.

¿Acierto?, ¿error?, ¿ganar?, ¿perder? Qué importa eso. Bajar mil veces al infierno para tocar una en las puertas del cielo y salir corriendo de vuelta. Lo demás está de más. Y yo sólo quiero ver el mundo arder.

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