Andrea y Juan luchan a brazo partido por ACNUR. Comparten su batalla diaria pertrechados con carpeta, mochila y botella de agua. Son valientes. Llamar a casas anónimas, defendiendo convicciones justas contra una barricada de incredulidad, es tarea de héroes o locos; un ejercicio de coraje contra lo desconocido.
Andrea y Juan disparan sonrisas y esquivan portazos. Terminan la jornada –estoy convencido- con el cuerpo magullado por las frases de tanto francotirador del cinismo; vecinos apostados en la mirilla con cartuchos de “no”, que ven la vida huir con tanto miedo como vergüenza. Yo también soy parte de esos vecinos acojonados. Veo la silueta de ambos recortada contra la luz mortecina del portal. ¡Tensión! Debo averigüar si quieren venderme vida eterna en prados misóginos, o energía que me chupe la poca que a mí me queda. Me arriesgo y abro la puerta.
Cargo el fusil dialéctico con la primera bala de “no me interesa”, inutilizada con una bengala de realismo y un par de explosiones de sinceridad. La pareja conoce su oficio, están curtidos en la persuasión y el combate dura poco, una vez que sé que no venden dioses con remilgos sexuales y corbata de poliéster. También me vencen, en parte, porque ya sabía de primera mano la gran labor de ACNUR con refugiados; un peregrinaje forzoso que, como explican en la web, nadie escoge. Me rindo, porque claudicar ante la evidencia nunca es de cobardes, y relleno la hoja en la que, por una módica cantidad, salvaré vidas y facilitaré alguna que otra existencia, incluida la mía de palabrería para adentro. Apoyando su labor he firmado un tratado para acabar con mis introspecciones umbilicales, ese tipo de onanismo moral tan gilitrendy de topicqueja sin solución.
Andrea y Juan, cansados pero sonrientes, me dicen que les he arreglado el duro día. Lo que desconocen es que con un gasto mínimo, en esta tierra de nadie sin ética (llamada crisis), también han arreglado el mío. Qué barato es sentirse persona tras la mirilla.