Se podía seguir el rastro del serrín que salía de su barriga. El vital fluido unía, cual constelación macabra, los restos de la carnicería perpetrada contra los juguetes de la habitación.
Ninguno de ellos escapó a la furia de Antoñito, que impávido observaba su osito de peluche favorito ensartado en lo alto de la Torre Eiffel de piezas de mecano.
Con un ‘tablet’ de última generación decapitó la figura de Superman. Tras terminar de asesinar a su infancia, tomó su maletín y se fue a trabajar al banco.