Shame supone una bofetada enorme al espectador, un silencio misericordioso como respuesta. Es seductora, seria, excitante, vergonzante como la mirada de un sublime Michael Fassbender en un vagón del metro neoyorquino flirteando con una desconocida. La película es sensorial desde lo más profundo. Penetra lentamente hasta hacer daño como el sexo desmedido del que habla. Cada secuencia, cada palabra nos conduce a los recovecos del alma de sus protagonistas y al de nosotros mismos. Porque McQueen se ha propuesto que concibamos la cinta desde el prisma opresor de su protagonista asumiendo una enfermedad. No es, por tanto, sencillo acercarse a Shame y tampoco alejarse de ella. Metafóricamente la película es en sí misma una puta adicción. Si el espectador la prueba no saldrá indemne de la misma. No ayuda tampoco la opresiva y maravillosa banda sonora en el inicio y final del filme acentuando la degradación de los personajes.
La estructura narrativa de la cinta es muy similar a la de Hunger. McQueen nos presenta al personaje de Brandon (Fassbender), un treintañero de éxito en la ciudad que nunca duerme con una conducta particular hacia el sexo. Rehusa cualquier relación estable por caer en la temida rutina mientras que encuentra en la eyaculación su vía de escape a cualquier problema, conformando esta alternativa en una enfermadad. Con la inesperada visita de su hermana Sissy (sublime Carey Mulligan), demandando el apego familiar que necesita, se acentúa su adicción.
Lo mejor: la valentía y entrega de Fassbender.
Lo peor: que la polémica no deje llegar al fondo del asunto.