El diario se despidió de una y otra firma con las necrológicas de rigor y con homenajes que escribieron colegas y discípulos. A Videla también le rindió tributo una fuente -el abogado de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, Ciro Annicchiarico- con un texto conmovedor que salió publicado ayer jueves.
Los autores de estos adioses destacaron la rigurosidad de ambos periodistas, que básicamente consistía en verificar datos y contrastar testimonios de manera sistemática. Acaso éste sea el elogio más valioso para quienes entienden el periodismo, no como una actividad exclusiva de prohombres con acceso directo y exclusivo a una suerte de verdad revelada, sino como un trabajo de hormiga que busca reconstruir -con suerte explicar- aspectos de nuestro presente, a partir de la recolección y articulación de datos, testimonios, contextos.
Redactores o editores como Moledo y Videla no aspiran a -ni por lo tanto gozan de- la cocarda estelar que encumbra a los mejores empleados de las grandes empresas mediáticas. Tampoco integran la lista de referentes excluidos del star system periodístico nacional pero dueños de una trayectoria tanto o más luminosa.
Si Joaquín Morales Solá, Jorge Lanata, Magdalena Ruiz Guiñazú, Nelson Castro, Horacio Verbitsky, Víctor Hugo Morales murieran en las mismas circunstancias que Videla (en una peña folklórica en Santiago del Estero), a ningún periódico, por pequeño que fuera, se le escaparía la identidad de ese “turista oriundo de Capital Federal“.
Por si hiciera falta, cabe aclarar que la autora del presente post es lectora veterana de Página/12, y por lo tanto de muchos artículos redactados por los editores fallecidos. La ilusión de familiaridad que genera el vínculo a distancia pero cotidiano explica la tristeza (y la intención de homenaje personal) que se cuela(n) entre estos párrafos.
A modo de conclusión, vale la transcripción de la siguiente anécdota en primera persona del singular…
Un día de 1995, mientras cursaba la carrera de periodismo, visité a Carlos Rodríguez en la redacción que Página/12 tenía en la calle Belgrano. Mi entonces profesor de redacción escribía, como sigue escribiendo ahora, para la sección Sociedad del diario. Lo encontré sentado en un escritorio contiguo al de -me enteraría enseguida- Eduardo Videla.
Carlos me presentó a su colega, en ese momento muy concentrado en la pantalla de una computadora que ya entonces me había resultado vetusta (ahora la recuerdo antidiluviana). Recién cuando Eduardo desvió su ojos para mirarme, pude ponerle rostro al cronista cuyos textos pertinentes me habían interpelado tantas veces.