Desde el alcázar de popa, como un rey aposentado en su trono, el piloto dirigía la complicada maniobra de embocar la salida del puerto, y mientras unos marineros levaban las anclas asidos al cabrestante como galeotes a los remos, tensando sus músculos en un esfuerzo ímprobo, otros halaban de los cabos, soltaban trapo o tomaban rizos y trepaban por los palos y vergas con la habilidad de los monos que venden en los mercados de todo el virreinato. Flanqueando al piloto se encontraban el capitán y el maestre. El primero vestido con sus elegantes ropajes de caballero y el segundo enfundado en los bastos ropajes de la gente de mar. A pesar de la hora tan temprana, hallábase la cubierta llena de pasajeros y de soldados ociosos que observábamos cómo iba quedando atrás, enmarcada por un cielo que ya clareaba, la oscura silueta de la costa.
Después de los gritos de la despedida, de los muchos ayes proferidos, las lágrimas derramadas y los cánticos y oraciones elevadas al Altísimo en súplica por una travesía venturosa, una callada melancolía habíase apoderado de nuestros corazones mientras el contorno de la tierra empequeñecía lentamente por la popa, dejando atrás, con ella, cualquier atisbo de regreso o esperanza de abandono. Con cada braza que avanzábamos y nos adentrábamos en aquel océano desconocido, se hacía más patente la envergadura de la empresa en la que nos habíamos embarcado.
Atrás quedaban quizá una familia y unos brazos amantes, una vida cómoda y segura, una hacienda ruinosa, un costal lleno de deudas, un hatajo de acreedores o un pasado que olvidar. Algunos corazones saltarían de emoción ante el inicio de una aventura emocionante o de esperanza ante la promesa de un futuro próspero al otro lado del mar, mientras que a otros los atenazaría la nostalgia del pasado o el pánico a lo desconocido. En cualquier caso, todos abandonábamos la seguridad de la tierra por el proceloso océano, las tierras de labranza, los ingenios, las amplias villas y altas sierras del Perú por las escasas y atestadas cubiertas de la nao.
Y yo, ¿qué dejaba atrás? Un pasado tarambana, unos años de presidio y un futuro sin demasiados alicientes, a cambio de una travesía que se anunciaba larga, peligrosa e incierta, y de una esperanza repentina y no menos incierta que hacíame afrontar el futuro con un optimismo carente de justificación.