Luisana Colomine.
Ya no podré comprarme el pinito canadiense, de esos que huelen, pues los están vendiendo a 3.800 bolívares. Sin embargo veo a la gente montándolos en el techo de sus carrotes último modelo (algunos no tanto), con las consabidas cajas de bolas, bolitas, luces y guilindajos importados, chinos, taiwaneses, del imperio, ¡qué se yo!.Tal vez espere hasta el 24 de diciembre cuando les bajan el precio ante la inminente llegada del Niño Jesús y porque ya los pinitos están marchitos, con ese color dorado que sólo el tiempo les da…Aunque quizás ahora sean transgénicos (gracias, Monsanto) y entonces puedan durar más que el Magallanes. Quizás terminemos la Navidad en casa como Dios manda: con pino canadiense y peroles nuevos por doquier…Luego nos ocuparemos de las uvas y de todo lo que en nuestra sociedad representa “pasar el Año Nuevo”. Pondremos de nuevo en los bolsillos las lentejas para tener dólares (pero igual hay que hacer la solicitud en Cadivi); saldremos con maletas vacías a dar la vuelta a la cuadra a ver si nos cae un viajecito al exterior el próximo año y así poder raspar mi cupo (pero las agencias de viajes están controlando los pasajes aéreos). Ya nada de eso vale…Son episodios que forman parte de las representaciones sociales que el modelo capitalista nos impone (y aceptamos). Todo lo ciframos en un objeto y ese objeto pasa a convertirse en un símbolo, en un ícono, tema de conversación, de medios de comunicación y de marketing, por supuesto. La flor no sabe que es bella, ella simplemente nace y está allí para regalarnos su esplendor. Nosotros decidimos que es bella, le damos ese significado, la arrancamos del suelo y la convertimos en un objeto de venta al público que simboliza halago, amor, felicidad…Es como ir a la peluquería, vestirse a la moda, creer en Justin Bieber o apoyar el Miss Universo. Debemos representar el objeto que hemos creado gracias a la publicidad, a la industria del entretenimiento, a nuestros modelos estéticos y de modus vivendi: hay que estar arregladitos, con los pelos alisados (para eso compramos las planchas); hay que equipar la casa con cosas nuevas porque eso es signo de bienestar social y de felicidad; hay que estar “en forma” porque eso es sinónimo de salud y, además, retrasa el envejecimiento.
Es “el arte de vivir”, como escribió Pierre Bourdieau, quien en su obra “La Distinción” (1984) destaca que el interés por hacer de la vida cotidiana una obra de arte es perseguido principalmente por las nuevas clases medias y que para comprender el fenómeno es fundamental relacionarlo con el habitus de estos sectores. “Las nuevas clases medias deben ser entendidas como consumidores y productores de bienes y servicios simbólicos”, dice Bourdieau. Son los difusores de ciertos estilos de vida, son los nuevos intermediarios culturales.
Es el culto a la vida sana, la estética, a la posesión de cosas. Tenemos una comunidad de consumidores donde impera la satisfacción del deseo (Bauman), el derecho a disfrutar, más no de cumplir, algo que no encaja mucho con la ética revolucionaria, chavista, socialista que hemos tratado de construir en todos estos años, pero que vemos lejos de consolidar. El anclaje de eso es la cantidad inimaginable de dólares (300 millones) dados este año por Cadivi a setenta empresas para importar toda clase de cosas y seguir saciando ese derecho a disfrutar.
¿Hacia dónde va todo eso? Si mezclamos lo anterior con ferias navideñas y de comida, prácticas clientelares típicas de la llamada cuarta república (romerías blancas, pabellones verdes, ¿cuál es la diferencia?), justo en la antesala de unas elecciones, estaremos también buscando el valor utilitario del voto. Una forma pragmática de asumir esos procesos. Un retroceso.
Pero en Navidad y en elecciones todo vale. Esperemos el ratón de enero…