El verano agotó su ciclo astronómico, pero la legislatura ni siquiera comenzó el suyo, a pesar de que parecía más fácil, en teoría, cumplir con el calendario legislativo que con el estacional, amenazado este último por el cambio climático, los desmanes medioambientales del ser humano y el egoísmo que nos lleva a arrasar con la flora, la fauna, la pesca, el agua, la tierra y hasta el oxígeno de la atmósfera con tal de enriquecernos hoy, aunque nos condenemos a un futuro de recursos esquilmados. Sin embargo, la estación veraniega culminó su duración sin grandes sobresaltos, pero la legislatura fue fallida, a consecuencia de una investidura igualmente fracasada del candidato que debía, por aritmética parlamentaria, ocuparse de formar gobierno e iniciar la actividad que los ciudadanos le habían encomendado. Estos últimos cuatro años de gobiernos disfuncionales han propiciado una parálisis de la actividad legislativa que comienza a repercutir en el bienestar de los españoles y en el rumbo del país.
Por cuarta vez en casi un lustro los ciudadanos se ven obligados a acudir a las urnas para intentar remedar la ineptitud de unos dirigentes políticos que son incapaces de dialogar, negociar y pactar acuerdos, cumpliendo la voluntad popular. Prefieren abortar la legislatura a llevarla a buen término. Transfieren la culpa a los ciudadanos de unos actos de los que sólo los políticos son responsables: el de no saber ponerse de acuerdo para trabajar por el bien común. Y, en el colmo del cinismo, se presentan los mismos candidatos para que vuelvan a ser elegidos, reiterando los mismos argumentos tóxicos de mezquindad y reproches que llevan años intercambiándose. Ante tal pérdida de fertilidad legislativa y credibilidad política, sólo queda el triste consuelo de que, un año de estos, se alumbre un gobierno que de verdad sirva al interés nacional. ¿O seremos un país estéril en el que sólo las estaciones climáticas son fértiles?