Por Lic. Alejandro Marcó del Pont
La Guerra de los planificadores, el conflicto entre dos modelos de administración imperial, redefinirá el destino del Sur Global (El Tábano Economista)
La distinción entre estos dos modelos —la planificación centralizada china versus el estímulo descentralizado estadounidense, en un mercado que dejó de ser «libre» hace generaciones— es la clave maestra para entender la dinámica de poder del siglo XXI y el declive relativo de un orden que ya no puede ocultar sus contradicciones.
La observación precisa del laureado con el Premio del Banco de Suecia en Ciencias Económicas el año 2003 Robert Engle, «Mientras China está haciendo planes quinquenales para la próxima generación, los estadounidenses están planificando para la próxima elección«, trasciende el ingenio para convertirse en un diagnóstico preciso de la enfermedad terminal de la política económica occidental.
Los planes quinquenales chinos, implementados desde 1953 por el Partido Comunista Chino, son mucho más que instrumentos de desarrollo económico; representan un sistema integral de gobernanza imperial que ha reformado la economía global desde sus cimientos. Han reubicado empleos a nivel planetario, reescrito las reglas del comercio internacional, acelerado la innovación tecnológica en direcciones predeterminadas y reconfigurado cada eslabón de las cadenas de suministro globales.
Este sistema supera lo que en Occidente se considera una contradicción fundamental de la economía de mercado. La desorganización caótica del sistema productivo social. En su lugar, actúa como un motor estratégico que coordina de manera coercitiva las fuerzas del gobierno, las corporaciones estatales y privadas, y la sociedad en torno a objetivos nacionales comunes. El resultado es un ecosistema industrial donde la competencia feroz existe, pero dentro de los parámetros de una jaula de hierro estratégica, permitiendo ventajas de tiempo y una masa crítica de inversión coordinada que son simplemente imposibles de replicar en un sistema político esclavizado a ciclos electorales de dos y cuatro años.
Frente a esta maquinaria, el modelo estadounidense presenta una fachada de caos y una realidad de dependencia estructural. Aunque carece de un plan quinquenal explícito y venera la retórica del mercado, su historia está plagada de una planificación oculta pero monumental, ejecutada a través de dos canales principales: la adquisición militar y la investigación fundamental subsidiada. Agencias como DARPA (Defense Advanced Research Projects Agency) y los Institutos Nacionales de Salud (NIH) han funcionado durante décadas como los verdaderos planificadores centrales de la innovación estadounidense, financiando los riesgos de la investigación básica cuyos frutos luego son capturados y comercializados por el sector privado.
Pero estas son intervenciones puntuales, reactivas, impulsadas por el pánico de la seguridad nacional y el cálculo de la política electoral inmediata. No forman parte de un plan integral que vincule coherentemente el desarrollo de la fuerza laboral, la infraestructura física y digital, los objetivos de I+D y la soberanía de la cadena de suministro. El Estado paga la entrada al casino, pero no puede dictar cómo juegan las corporaciones ni hacia dónde fluyen finalmente las fichas.
En 2025, esta dicotomía se agudiza hasta el punto de la esquizofrenia estratégica. China avanza metódicamente hacia su 15º Plan Quinquenal, una hoja de ruta para la próxima fase de su ascenso. Mientras tanto, Estados Unidos responde con una lluvia de dinero público que a menudo termina subsidiando las propias vulnerabilidades que intenta corregir. La paradoja es obscena: miles de millones de dólares del CHIPS Act fluyen hacia corporaciones como Intel o TSMC para construir fábricas en suelo estadounidense, pero estas mismas empresas mantienen y dependen de operaciones extensivas, redes de proveedores y mercados en China.
El «desacoplamiento» se revela como una fantasía costosa desde el punto de vista de la autoridad, mientras la búsqueda privada de rentabilidad a corto plazo socava sistemáticamente el objetivo estratégico de soberanía tecnológica. El sistema estadounidense corre así el riesgo de degenerar en una mera «administración del estímulo«. El Estado provee el capital inicial y asume el riesgo, pero no puede garantizar la competitividad a largo plazo ni la integridad de la cadena de suministro, que sigue siendo un mosaico global impulsado por la lógica feroz de la minimización de costos, una lógica que, irónicamente, conduce de vuelta a la eficiencia industrial china.
Ante este duelo de titanes administrativos, el Sur Global —esa vasta constelación de países en desarrollo en África, América Latina y partes de Asia— enfrenta un dilema existencial. La opción binaria de alinearse con un modelo u otro es una trampa. Adoptar acríticamente modelos de planificación centralizada al estilo chino podría ofrecer una ruta acelerada de industrialización, pero a menudo al precio de una nueva dependencia tecnológica y política hacia Beijing, replicando la dinámica centro-periferia bajo un nuevo hegemón.
Por otro lado, confiar en el modelo estadounidense de «estímulos» significa someterse a la volatilidad de un sistema donde la asistencia y la inversión están condicionadas por una agenda de seguridad nacional caprichosa y por los intereses de las élites corporativas estadounidenses, cuyos compromisos son inherentemente inestables y sujetos a los vientos políticos de Washington. Sin una planificación estratégica propia, el Sur Global se arriesga a quedar atrapado como campo de batalla económico, proveedor de commodities y mano de obra barata, y consumidor final de tecnologías sobre las cuales no ejerce control alguno.
Esto implica, por ejemplo, negociar contratos de extracción de litio o cobre que incluyan transferencia tecnológica y procesamiento local, o formar consorcios regionales para el desarrollo de infraestructura digital soberana. La nueva guerra fría sistémica, la guerra de los planificadores, presenta no solo riesgos sino también espacios de maniobra inéditos. El Sur Global puede dejar de ser un peón en el tablero de otros para convertirse, por primera vez, en un actor estratégico colectivo que negocia su lugar en el orden emergente, siempre y cuando comprenda que su mayor vulnerabilidad no es la falta de recursos, sino la ausencia de un plan.
Lic. Alejandro Marcó del Pont