A Benjamin Constant lo conozco desde hace más de veinticinco años, pues cuando cursé el pregrado de Derecho era un autor "fijo" en Filosofía del Derecho, a la sazón, la cátedra que como profesora imparto desde el año 2006 en la Universidad Católica Andrés Bello, por lo tanto, sigue siendo uno de los autores "fijos" que estudiamos en clase, principalmente su archiconocida conferencia De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos.
Adolphe, en cambio, pertenece a su faceta de novelista, desarrollada a la par de las de ensayista y escritor político, e igualmente meritoria, aunque debo confesar que apenas comencé a leer esta novela albergué cierta duda acerca de su valor literario. Ello por cuanto el protagonista, que narra en primera persona, expresa sus sentimientos con una vehemencia extremadamente cursi, tanto que llegué a sentirme empalagada hasta la náusea. Incluso pensé: ¿Será posible que un tipo como Constant haya escrito una cosa así de ridícula?
Afortunadamente, a partir de la página 57 la historia se abre como un gran abanico y deja ver los motivos de tanta novelería previa. Fluyen, entonces, la volubilidad del corazón humano, los matices de la pasión, los giros de los sentimientos, los recovecos de la imaginación, en fin, los vaivenes de las emociones, contrapuestas unas a otras, en conflicto casi permanente con las elucubraciones de las que se echa mano para justificar racionalmente conductas del todo irracionales. Al cabo de unas cuantas páginas más, es uno el que está alternando lugares con Adolphe y Ellénore, metido en la piel de uno y de otra, reconociéndose en ellos, sin que nos importe ya cuán exagerado sea el comportamiento, ni cuán absurdos sean los argumentos. Después de todo, la fiebre del amor es así, elevada, extremista, reactiva, conflictiva, invasiva, desconcertante, inexplicable.
Adolphe se siente asfixiado en una relación que él mismo buscó desesperadamente, empeñado en una conquista que desafía los convencionalismos sociales y las esperanzas de su padre; Ellénore pierde todo el cuidado que durante años ha puesto en conseguir, si no el respeto, al menos la aceptación de una sociedad que la desprecia, y por amor se expone a la censura acerba y a la amarga pena que provoca una decisión inconveniente.
Se trata, fundamentalmente, de una historia que aborda el tema más enigmático para la Psicología; sin embargo, no tiene caso analizar el amor, mucho menos someter al psicoanálisis a una persona que está enamorada o que ha dejado de estarlo. No es posible pretender que sentimientos como el amor y el odio, o que emociones como la felicidad y la tristeza, le deban algo al raciocinio, porque ninguno de ellos es mesurable en grados de sensatez. Ya lo dice el propio Adolphe: «¡Maravilla del amor, quién pudiera describirte!»