Me pregunto por qué el libro que os traigo hoy se titula Adultos. Me pregunto qué es en realidad ser adulto, qué es lo que se entiende por serlo, qué rito iniciático marca el paso a la adultez; si es quizás irse de la casa parental, si acaso es conseguir una posición laboral que permita ser independiente o si es tal vez la escisión de la familia de origen para formar una propia. Cabría preguntarse también si tal escisión no es sino una prolongación. Cabría pararse a pensar lo que pasa con las ramas que se escinden del tronco familiar pero no fructifican en nuevos brotes, con esas ramas quebradas, secas, esos esquejes estériles, mustios.
«Hace tanto que nadie me toca, nadie. Intento recordar cómo es, las manos, la piel, la respiración contra el cuello [...]».
El caso es que Ida tiene cuarenta años. Sus esporádicos contactos con el sexo opuesto no son sino un desesperado y patético mendigar una pizca de afecto que palie su soledad. Está en esa edad en la que la frase no tiene hijos está a punto de convertirse en no ha tenido hijos. No tengo muy claro si ella misma tiene claro si realmente quiere tenerlos o no, pero sí sé que esa irreversibilidad a la que su ciclo biológico como mujer la conduce y el hecho de no tener un hombre a su lado para dar el paso es para ella un abismo fuente de una gran angustia. Cabría también preguntarse cuánto de las necesidades sin colmar y las frustraciones de Ida son algo intrínseco y cuánto extrínseco, es decir, cuánto se debe a sus propios anhelos y cuánto a lo que supuestamente debe de tener para realizarse plenamente en la vida, es más, cuánto a lo que tienen todos a su alrededor y de lo que ella, sin embargo, carece.
«—Hay veces —digo y tomo aire profundamente, el llanto me presiona las costillas—. Hay veces que, pues que lo único que quiero es que, en fin, que lo único que quiero es que alguien, bueno —me atasco—. En fin, que me siento un poco sola».
La soledad se lleva mejor en soledad. Así, a Ida le duele menos su soledad en la soledad de su apartamento. De él sale sola todas las mañanas para ir a trabajar y a él regresa sola todas las noches para estar sola. En compañía, en cambio, entre aquellos otros que manifiestamente no están solos, la soledad despierta de su letargo y se revuelve atacando con su aguijón ponzoñoso. Y es ese dolor punzante el que va a sentir Ida el próximo fin de semana. Va a ver a Marthe, la hermana pequeña, la desastrosa en comparación con ella, que tanto se esfuerza y por tanto merece; ella, tan perfeccionista y buscando siempre el reconocimiento y la aceptación de los demás. Marthe, en cambio, … Marthe, sin embargo, …
«No creía que fuera a pasar, la verdad. Mis amigas me han adelantado ya todas, pero que Marthe, que ella también, en algún sitio de mi interior creía que no ocurriría, que nada cambiaría, que siempre tendría ahí a Marthe para consolarla, que ella no me adelantaría.No puede adelantarme».
Ida no va a ver solo a Marthe. También va a estar Kristoffer, su marido, y Olea, la pequeña hija de este. De hecho, cuando llega a la cabaña familiar junto al mar, los tres ya se encuentran allí. Van a menudo. La disfrutan mucho más que ella. También se ocupan de mantenerla y adecentarla. Ida percibe pequeños cambios: un color diferente en la fachada, nuevos enseres comprados, … Nadie le ha consultado y eso le duele, la hace sentirse desplazada. Sin embargo, si bien no puede evitar dejar escapar alguna pequeña pulla al respecto, siente que no tiene derecho a protestar. Al fin y al cabo, si Marthe y Kristoffer han ido haciendo suya la casa es porque ella apenas va. Claro que si apenas va es porque no tiene a nadie con quién ir. A Ida no se le ha ocurrido aún lo que acabará por pensar, que «debería haber venido mucho más, o debería haber venido de otra manera, nadie sabrá que estuve aquí».
«Podría continuar por el estrecho hasta salir al mar. Podría hacerlo ahora. Podría seguir hasta perder de vista la costa, hacerme cada vez menor, disolverme, transformarme en agua, concha, alga y piedra. No se darían ni cuenta. ¿Dónde está Ida? No sé. Estaba aquí hace un momento, ¿no? Ya volverá. Al mismo tiempo que llaman a Olea, le ponen una tirita en la rodilla, le aplauden porque ha aprendido a hacer la voltereta lateral, mientras Marthe se acaricia la tripa y lee una revista. ¿Qué fue de Ida? No acabó muy bien. Ya, supongo que pasó lo que tenía que pasar. Es una pena. Sí, fue muy triste. ¿Dónde está Olea?, ¿podrías acostarla tú hoy?, yo estoy agotada, nos metemos dentro, ¿qué cenamos mañana?, ¿quién hace la compra?, ¿cómo andas?, me ha crecido la tripa».
hammock love, fotografía de joeannenah bajo licencia CC BY 2.0
Pero a Ida nunca se le ha ocurrido ir a la cabaña de otra manera. Supongo que en su mente ese lugar está demasiado asociado a una idea familiar. Ida piensa en cuando era pequeña e iban los cuatro a la cabaña: su padre, su madre, ella y Marthe. Se recuerda feliz, se recuerda parte de una familia. Pero, en esa familia que es la única que ha tenido y que barrunta será la única que tendrá, el padre ya no está, la madre tiene a Stein, su nueva pareja, y Marthe tiene a Kristoffer y además lleva tiempo intentando formar su propia familia con él. Cada vez que Ida regresa a la cabaña no puede evitar pensar que «hay algo desesperante en el hecho de que nada cambie, de que siga aquí, haciéndome cada vez más mayor», aunque tal vez tan solo piensa eso para solaparlo a ese otro pensamiento más atroz que es la idea de que es ella la que no cambia mientras que todos a su alrededor han continuado avanzando. Todos tiene una vida, una familia mientras que ella, tan adulta de niña, no es ahora más que una adulta con pataleta. Cada cambio introducido en la casa por Marthe y Kristoffer no es sino un recordatorio de la rama rota y solitaria que es y de que la raíz que es esa cabaña cada vez le pertenece menos.
«Mamá llevará en brazos a unos nietos que serán hijos de Marthe, pasarán aquí los veranos, Marthe llamará a mamá y le preguntará si no quiere ir a pasar el verano con ellos, y vendrán aquí sin mí, yo no estoy aquí. Siempre lo he sabido, pienso, me tiemblan las manos, tengo que sentarme encima de ellas para que nadie lo note, siempre lo he sabido, siempre he sabido que esto iba a acabar así».A los ya presentes en la cabaña se les unirán la madre de Ida y Marthe, que acude con Stein. En realidad, el motivo de la reunión es la celebración del sexagésimoquinto cumpleaños de la madre. Si bien Ida siente simpatía por el marido de su hermana y la complicidad entre ambos es palpable, con la pareja de su madre se muestra mucho más cautelosa. Sin embargo, es Stein, el personaje más a la sombra en esta novela, quien más y mejor ve a Ida. Esta siempre ha buscado la complacencia de su madre. Desde que llegó a la cabaña lleva buscándole las cosquillas a su hermana, pero, tras la aparición de su progenitora, la competencia con Marthe por la atención de su madre se recrudece y se vuelve mucho más feroz. En la mente de Ida se desatan rencores e injusticias pasadas. Además, no duda en buscar una aliada para su particular cruzada en la pequeña Olea. Utilizar a una niña no es algo para sentirse orgullosa, pero la envidia la ha vuelto mezquina y es esa misma mezquindad, que a la vez de hacerla sentir triunfante la devasta por dentro, la que se cuela y se filtra por los resquicios que toda aparente fachada de felicidad tiene, pues las vidas ajenas nunca son tan perfectas como simulan ser.
«Sé que es ella por cómo suena, por algo del ritmo. Estas son las cosas que sabemos las hermanas, pienso, cómo hacernos daño, cómo suenan nuestros pasos, a través de la casa en la noche, por la gravilla junto a la cabaña».
Ida podría ser yo: en la cuarentena, sin pareja y sin hijos. Me falta la cabaña junto al mar y, afortunadamente, su mezquindad. Todos me han adelantado: amigas, hermanos, … Todo ha seguido igual año tras año o, mejor dicho, yo he seguido igual año tras año mientras los demás seguían su camino, mientras las ramas que eran los demás verdecían y en cambio la mía, que tanto prometía, se tornaba de un gris apagado. Y esa sensación lacerante de que algo falla en mí, de que algo tienen los otros de lo que yo carezco, de la nulidad que soy para tantas cosas. De haber leído esta novela hace algunos años, hubiera sido una lectura tremendamente dura para mí. Aun ahora, me he identificado muchísimo con Ida. Me ha traspasado su soledad. He comprendido (que no aprobado) hasta sus comportamientos más reprochables. Marie Aubert tiene la maravillosa virtud como escritora y obra ese maravilloso milagro para mí como lectora de precisar en palabras sentimientos que por mí misma sería incapaz de saber expresar. Asimismo, me declaro incapaz de expresar lo muchísimo que me ha gustado este libro (y aprovecho, por tanto, para agradecer a Marian que me haya hecho fijarme en él y a Rosa Berros Canuria y Juan Carlos Galán que no lo hayan dejado descender en mi interminable lista de pendientes). No quisiera, no obstante, que nadie se quedara con la idea de que Adultos me ha gustado tanto tan solo por ese reconocimiento, por ese reflejo parcial de mí misma que me ha mostrado. La novela de la escritora noruega es un artefacto literario en el que todo funciona y fluye con pasmosa naturalidad y brillantez. La trama se desarrolla en un solo fin de semana pero nos presenta una amplitud temporal mucho mayor. Los personajes están perfectamente perfilados. Las complejas relaciones entre ellos y los contradictorios sentimientos que los unen y los separan son absolutamente creíbles y convincentes. La prosa de Aubert es de esas que te cogen desde la primera frase y no te suelta (ni te hace soltar la novela) hasta el final. Todo está medido, todo está estudiado, pero no asoma ni una puntada ni una costura en este ejercicio literario de factura liliputiense que no puedo más que admirar. Ruego por ello a las editoriales españolas que sigan apostando por esta escritora y que Adultos no siga siendo lo único de su autoría traducido a nuestro idioma.
Adultos es la historia de Ida porque Marie Aubert ha elegido la voz de este personaje para contárnosla. Aun así, es la historia de Ida en un momento determinado de su vida. Ese momento es el de una mujer joven que siente que se le ha agotado el tiempo y que ha perdido el tren que había de llevarla a un destino que ni siquiera está segura de querer o de haber elegido por ella misma pero que es como una tierra prometida de satisfacción y plenitud; de una mujer que ni siquiera sabía dónde vendían ese billete ni cómo comprarlo, que no tenía la moneda de curso legal para ello, que está tan cegada por su obsesión y por el profundo dolor que le provoca su soledad que ignora que hay más billetes a otros destinos, que, como llega a decirle Stein, «hay muchas maneras de llevar una buena vida».
«[...] todo lo que no será mío, la pena vuelve a invadirme como una ola, cierro los ojos y siento que pierdo pie, me pierdo en la ola. El tiempo me ha dejado atrás, a hurtadillas, sin que yo me diera cuenta, ha pasado de puntillas por la habitación mientras yo dormía. En el fondo, en algún sitio, noto también una especie de alivio duro: ya no hay nada por lo que agobiarse».
Sea cabins, fotografía de Steve Edney bajo licencia CC BY 2.0
Ficha del libro:Título: AdultosAutora: Marie AubertTraductora: Cristina Gómez-BaggethunEditorial: NórdicaAño de publicación: 2022Nº de páginas: 200ISBN: 978-84-18930-48-5Comienza a leer aquí
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