He conservado la herencia de la paciencia de mi padre. Aquí, donde en mis costados los latidos esperan sin desesperanzas, yazgo otra vez esperando una voz metálica, quizás algo arrugada, que me arrastre al interior de las entrañas de ese ave sereno, constante en desprender un perfume de queroseno. Me gustan los aeropuertos y su sosiego. A veces mi padre nos llevaba tan solo para ver aterrizar o despegar destinos inconclusos. Era como cobijarnos en esperanzas, envolvernos, abrigarnos bajo las pantallas que serpenteaban una baraja de lugares mejores que aquél que desangraba tristezas, llantos, mustias ansias por querer y no poder verborrear una melodía de dulzura. Siempre que ando solo en los aeropuertos, me siento tranquilo. Aquí, en la encrucijada de no saber a donde ir, de donde venir, me siento como se sienta el olor del café en una estancia. Aquí, precisamente en este aeropuerto, en esta terminal, me florecen recuerdos de viajes y rostros. De pronto recuerdo aquella parejita feliz de franceses que viajaba conmigo cuando era valiente por un día -aunque en la espera tuve que llamar por el móvil a una voz que me tranquilizara-. De aquí también partí con resaca para aterrizar en la resaca de otros amigos, en latitudes norteñas con acentos euskeras. De aquí partió de regreso un amigo sin ser yo capaz de seguirle. De aquí partía mi padre a un destino, yo a otro. Aquí me hice amigo de un amigo cuando abrió su caja de música y me hablaba de la vida y me rociaba humildes, pero sabios consejos. Aquí, como ahora, miro a la penumbra por los grandes ventanales. Allá fuera, en la incertidumbre, hay un zumbido que me llama y veo mi reflejo. Como Alain de Botton -en su Arte de viajar-, me deleito con los tránsitos aeropuertuarios, recuerdo mis viajes de idas y venidas, en atardeceres estratosféricos y baladas, mensajes, tristezas, alegrías. Creo me que voy a desprender del teclado pero me hacía ilusión en un momento de mi vida tatuar estas constantes semblanzas en mi recóndito hogar cibernético. Y vaya, acabo de descubrir, al cruzar el detector de metales, que me he dejado el móvil en casa. ¿Seré capaz de vivir sin el ring, ring un fin de semana? Supongo que sí. Después de esta carrera maratoniana, me dispongo a colgarme del cielo y olvidar mi agenda. Quizás rodar mis pupilas sobre lecturas y contemplar por el ojo de buey el taciturno óleo de la oscuridad, de la noche tan solo alumbrada por la luna.
He conservado la herencia de la paciencia de mi padre. Aquí, donde en mis costados los latidos esperan sin desesperanzas, yazgo otra vez esperando una voz metálica, quizás algo arrugada, que me arrastre al interior de las entrañas de ese ave sereno, constante en desprender un perfume de queroseno. Me gustan los aeropuertos y su sosiego. A veces mi padre nos llevaba tan solo para ver aterrizar o despegar destinos inconclusos. Era como cobijarnos en esperanzas, envolvernos, abrigarnos bajo las pantallas que serpenteaban una baraja de lugares mejores que aquél que desangraba tristezas, llantos, mustias ansias por querer y no poder verborrear una melodía de dulzura. Siempre que ando solo en los aeropuertos, me siento tranquilo. Aquí, en la encrucijada de no saber a donde ir, de donde venir, me siento como se sienta el olor del café en una estancia. Aquí, precisamente en este aeropuerto, en esta terminal, me florecen recuerdos de viajes y rostros. De pronto recuerdo aquella parejita feliz de franceses que viajaba conmigo cuando era valiente por un día -aunque en la espera tuve que llamar por el móvil a una voz que me tranquilizara-. De aquí también partí con resaca para aterrizar en la resaca de otros amigos, en latitudes norteñas con acentos euskeras. De aquí partió de regreso un amigo sin ser yo capaz de seguirle. De aquí partía mi padre a un destino, yo a otro. Aquí me hice amigo de un amigo cuando abrió su caja de música y me hablaba de la vida y me rociaba humildes, pero sabios consejos. Aquí, como ahora, miro a la penumbra por los grandes ventanales. Allá fuera, en la incertidumbre, hay un zumbido que me llama y veo mi reflejo. Como Alain de Botton -en su Arte de viajar-, me deleito con los tránsitos aeropuertuarios, recuerdo mis viajes de idas y venidas, en atardeceres estratosféricos y baladas, mensajes, tristezas, alegrías. Creo me que voy a desprender del teclado pero me hacía ilusión en un momento de mi vida tatuar estas constantes semblanzas en mi recóndito hogar cibernético. Y vaya, acabo de descubrir, al cruzar el detector de metales, que me he dejado el móvil en casa. ¿Seré capaz de vivir sin el ring, ring un fin de semana? Supongo que sí. Después de esta carrera maratoniana, me dispongo a colgarme del cielo y olvidar mi agenda. Quizás rodar mis pupilas sobre lecturas y contemplar por el ojo de buey el taciturno óleo de la oscuridad, de la noche tan solo alumbrada por la luna.