Que el consumo de energía cerebral se mantenga constante con independencia de la actividad es además coherente con lo que sabemos sobre la gestión de la atención, es decir, que únicamente se puede prestar atención de calidad a una cosa a la vez. ¿Por qué? Por que si obligamos al cerebro a prestar simultáneamente atención a más de una cosa, se verá obligado a «fragmentar» su capacidad de atención en «bloques de atención» más pequeños de lo que podrían ser y que, en consecuencia, producirán resultados inferiores a los que produciría el «bloque único». Esto concuerda además con los numerosos experimentos realizados hasta la fecha y que han demostrado la tremenda ineficiencia de la multitarea.
Por otra parte, desde un punto de vista de eficiencia energética asociada al instinto de supervivencia, el cerebro intenta optimizar el uso que hace de la energía que consume. Esto es totalmente lógico. La energía que dedica el cerebro a mantener constante la temperatura corporal no se la puede dedicar a movernos, del mismo modo que la que dedica a movernos no se la puede dedicar a procesar información del entorno. En relación con el trabajo del conocimiento objeto de este post, esto significa que la energía que se dedica a «pensar» se está «restando» de otras actividades que el cerebro podría considerar más prioritarias.
Por último, desde un punto de vista evolutivo, la parte de la energía cerebral total consumida en «pensar» a lo largo de la historia por la mayoría de la población ha sido insignificante en comparación con la energía cerebral total consumida en prestar atención al entorno ante potenciales amenazas o a la ejecución de tareas eminentemente manuales dedicadas a la subsistencia: producción de alimentos, utensilios, etc. Esto significa que el cerebro no está evolutivamente preparado para que «pensar» sea una actividad constante e intensiva.
Todo lo anterior nos pone a los profesionales del conocimiento en una situación poco envidiable, ya que, por una parte, el valor del trabajo del conocimiento procede precisamente de pensar y, paradójicamente, el cerebro intenta por todos los medios pensar «lo justo» para ahorrar así el máximo de energía posible. Dicho de otra forma, el trabajo del conocimiento es en cierta medida antinatural, ya que para generar valor se tiene que «obligar» al cerebro a realizar de forma intensiva una actividad que tradicionalmente solo ha hecho de forma puntual, es decir, se le «obliga» a hacer algo para lo que parece que no está evolutivamente preparado.
Evidentemente, a día de hoy no es necesario dedicar el mismo grado de atención a la supervivencia o a la realización de tareas manuales que en el pasado, por lo que esos recursos «liberados» podrían ser por tanto perfectamente utilizables para generar valor «pensando». Pero eso el cerebro no lo sabe.
Para complicar más la situación, el volumen de elementos con significado desconocido que aparecen en nuestro radar no para de aumentar y cada vez lo hace más rápido. Por puro instinto de supervivencia, «desconocido» y «potencialmente peligroso» son sinónimos para nuestro cerebro, y eso explica en parte por qué hay actualmente tanto estrés profesional: constantemente están apareciendo «cosas» cuyo significado desconocemos y, en consecuencia, son consideradas «potencialmente peligrosas» por nuestro cerebro. Ante esta situación, el cerebro entiende que esa necesidad de dedicar recursos de atención a la detección de amenazas para la supervivencia no solo no ha disminuido sino que ha aumentado.
Por si fuera poco, ante el estado de «alerta permanente» en que se encuentra nuestro cerebro, derivado de esa percepción de «amenaza constante», el córtex prefrontal queda a menudo aparcado en segundo plano, mientras que el sistema límbico, y en concreto la amígdala, juegan un papel preponderante. En la práctica, esto significa que «hacer», entendido como reaccionar al instante ante cualquier supuesta «emergencia», gana sistemáticamente prioridad sobre «pensar».
Llegados a este punto, parece que afrontar la gran paradoja del trabajo del conocimiento requiere desarrollar e implantar estrategias complementarias, y en varios frentes. OPTIMA3® propone, entre otras cosas:
- Equilibrar el peso relativo en los procesos de toma de decisiones de los sistemas racional (córtex prefrontal) y emocional (sistema límbico).
- Minimizar la carga sobre la memoria, externalizando todo lo posible en una «memoria externa» de confianza.
- Maximizar la eficiencia del proceso de «pensar», evitando pensar más de una vez en un mismo elemento con una misma intención.
- Evitar «pensar» sin necesidad en planes teóricos sin fundamento alguno, centrando la atención exclusivamente en lo que ya es real.
- Reducir la resistencia a «pensar», concentrando esta actividad en momentos determinados y con carácter intensivo, en lugar de alternarla constantemente con la ejecución de tareas.
- Automatizar determinadas actividades orientadas a prevenir la aparición del estado de «alerta permanente».
- Optimizar la capacidad de generación de valor de nuestro cerebro mediante estructuras que permitan independizar el registro de información de su tratamiento, de tal forma que dicho tratamiento tenga lugar en el momento idóneo.
En la sociedad del conocimiento, conocer el funcionamiento de nuestro cerebro, y cómo éste afecta a nuestra capacidad para generar valor, es crucial. Seguir creyendo que la excelencia profesional puede alcanzarse «gestionando el tiempo», y sin un entendimiento profundo de cómo opera nuestra principal herramienta de trabajo, es propio de personas que se han quedado ancladas en el siglo pasado.
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