After es una peli jodida: porque es un riesgo hacer un largo basado en una noche de fiesta, porque muchos espectadores salen de la sala sin enterarse de nada (benditos, porque de ellos será el reino) y jodida porque duele mirar.
After es un producto genuinamente contemporáneo que trata (otra vez, hasta que alguien descubra el próximo horizonte) de la angustia, de la ansiedad, del absurdo de la vida de la gente bien, de nuestro planetita urban-bussines-class, del desnorte, de la soledad. O sea, lo de siempre (o lo de hace mucho) pero en la gallardía del director estará la profundidad de la cala, la profundidad a la que se mete el bisturí. Y Alberto Rodríguez (y Rafael Cobos, guionista) sajan a tumba abierta.
Como en American Beauty le ponen un espejo delante al acomodado espectador; muy poco más que eso, salvo que After es diez veces más fría, amarga y despiadada.
Se trata de una película radicalmente moderna que cuenta tres historias trenzadas artesanalmente utilizando una técnica impecable y tirando de arsenal audiovisual pop sin miedo: publicidad, videoclip, foto fija y una banda sonora que se mete en el tuétano de la película y en el del pobre televidente para dinamitar lo poco que quede de esperanza: auténtica labor de zapa.
Y sin embargo en el escorzo, en el punto de vista, en el estilo de su impiedad, es arte de antigua vocación realista, naturalista en particular. Vemos a los personajes como a cobayas en sus jaulas, haciendo sus cosas y nosotros de bata blanca, sin una pizca de compasión, observando ajenos cómo se humillan, sufren, se retuercen y arrastran en las situaciones más indignas y en los fondos más rastreros y deshonrosos a los que se puede llegar en un espacio tan corto de tiempo, sin salir de la ciudad y sin que les ocurra nada auténticamente excepcional que no les pase a muchos más una noche de sábado en la gran ciudad.
Y claro, no es una peli sobre las drogas, como no lo era Arrebato, pero está cuajada y las cuenta muy bien. La cosa queda en un anuncio de Bacardi del revés, como un guante dado la vuelta. En nuestra sociedad están tremendamente prestigiados los elixires de la juventud eterna y el hedonismo fatuo: los placeres duros, las emociones intensas, la vida en un minuto y por supuesto las drogas. Para esto vale igual un anuncio de Banca Privada, una colonia para señorones, un reloj (o sea un cacharrito que da la hora atado a la muñeca, na más), un helado de chocolate o un crecepelo, en todos los casos se apela al profundo ansia del espectador de alcanzar placeres consumibles, cosas sencillas y potentes (como una chavala tirada encima de un coche, de una lavadora o de una caja de laxante, da lo mismo), que el próximo instante sea distinto al anterior, por favor. Del mismo modo la narración sobre drogas es múltiple y se cuela desde los chistecillos de la tele en horario familiar hasta las canciones del mejor rock. Lo demás, el Ministerio y así, es basura (o nadie lo compra, que es lo mismo).
After es todo esto, pero del revés, es la narración externa de la noche Bacardi. No cuenta lo supuesto, lo vivido, lo esperado, la anestesia. Aquí el espectador simplemente mira y no flota. Hay una escena que me ha resultado especialmente memorable en la que Guillermo Toledo se revela como un actor salvaje: es la homóloga al antológico chute de caballo que tanto preocupaba a Eloy de la Iglesia en su Pico (1983), en el cogollo de esos años de plomo en que la heroína dio boleto a media generación, como en una guerra. Ahora que nieva en España cada noche, y con el naturalismo de Velázquez pintando borrachos sin dientes y enanos arrinconados nos plantan aquí un “suicidio” por la nariz, algo extrañamente inédito en lo audiovisual en comparación a la profusión del tema y a la pandemia estatal de esnifadores. Sin embargo anecdótico a fin de cuentas en esta película de feroz ajuste de cuentas con la noche y quizás también con una vida perfectamente burguesa/vacía.
PD: Sí, impredecible, pero Blanca Romero está, como sus dos compañeros, absolutamente brillante/verosímil. Cosas veredes Sancho...
ARM