Agatha christie - el caso de la doncella perfecta

Publicado el 02 noviembre 2015 por Abvec @abvec



Continuamos con una de mis secciones favoritas del blog, la dedicada a leer a Agatha Christie, una de mis autoras preferidas. En esta ocasión leeremos "El caso de la doncella perfecta". 




—Ah, por favor, señora, ¿podría hablar un momento con usted? Podría pensarse que esta petición era un absurdo, puesto que Edna, la doncellita de la señorita Marple, estaba hablando con su ama en aquellos momentos. Sin embargo, reconociendo la expresión, la solterona repuso con presteza: —Desde luego, Edna, entra y cierra la puerta. ¿Qué te ocurre? Tras cerrar la puerta obedientemente, Edna avanzó unos pasos retorciendo la punta de su delantal entre sus dedos y tragó saliva un par de veces. —¿Y bien, Edna? —la animó la señorita Marple. —Oh, señora, se trata de mi prima Gladdie. —¡Cielos! —repuso la señorita Marple, pensando lo peor, que siempre suele resultar lo acertado—. No... ¿no estará en un apuro? Edna apresuróse a tranquilizarla. —Oh, no, señora, nada de eso. Gladdie no es de esa clase de chicas. Es por otra cosa por lo que está preocupada. Ha perdido su empleo. —Lo siento. Estaba en Old Hall, ¿verdad?, con la señorita... o señoritas... Skinner. —Sí, señora. Y Gladdie está muy disgustada... vaya si lo está. —Gladdie ha cambiado muy a menudo de empleo desde hace algún tiempo, ¿no es así? —¡Oh, sí, señora! Siempre está cambiando. Gladdie es así. Nunca parece estar instalada definitivamente, no sé si me comprende usted. Pero siempre había sido ella la que quiso marcharse. —¿Y esta vez ha sido al contrario? —preguntó la señorita Marple con sequedad. —Sí, señora. Y eso ha disgustado terriblemente a Gladdie. 

La señorita Marple pareció algo sorprendida. La impresión que tenía de Gladdie, que alguna vez viera tomando el té en la cocina en sus «días libres», era la de una joven robusta y alegre, de temperamento despreocupado. Edna proseguía: —¿Sabe usted, señora? Ocurrió por lo que insinuó la señorita Skinner. —¿Qué es lo que insinuó la señorita Skinner? —preguntó la señorita Marple con paciencia. Esta vez Edna la puso al corriente de todas las noticias. —¡Oh, señora! Fue un golpe terrible para Gladdie. Desapareció uno de los broches de la señorita Emilia y, claro, a nadie le gusta que ocurra una cosa semejante; es muy desagradable, señora. Y Gladdie les ayudó a buscar por todas partes y la señorita Lavinia dijo que iba a llamar a la policía y entonces apareció caído en la parte de atrás de un cajón del tocador, y Gladdie se alegró mucho.


»Y al día siguiente, cuando Gladdie rompió un plato, la señorita Lavinia le dijo que estaba despedida y que le pagaría el sueldo de un mes. Y lo que Gladdie siente es que no pudo ser por haber roto el plato, sino que la señorita Lavinia lo tomó como pretexto para despedirla, cuando el verdadero motivo fue la desaparición del broche, ya que debió pensar que lo había devuelto al oír que iban a llamar a la policía, y eso no es posible, pues Gladdie nunca haría una cosa así. Y ahora circulará la noticia y eso es algo muy serio para una chica, como ya sabe la señora. La señorita Marple asintió. A pesar de no sentir ninguna simpatía especial por la robusta Gladdie, estaba completamente segura de la honradez de la muchacha y de lo mucho que debía haberla trastornado aquel suceso. —Señora —siguió Edna—, ¿no podría hacer algo por ella? Gladdie está en un momento difícil. —Dígale que no sea tonta —repuso la señorita Marple—. Si ella no cogió el broche... de lo cual estoy segura.., no tiene motivos para inquietarse. —Pero se sabrá por ahí —repuso Edna con desmayo. —Yo... er..., arreglaré eso esta tarde —dijo la señorita Marple—. Iré a hablar con las señoritas Skinner. —¡Oh, gracias, señora!
Old Hall era una antigua mansión victoriana rodeada de bosques y parques. Puesto que había resultado inalquilable e invendible, un especulador la había dividido en cuatro pisos instalando un sistema central de agua caliente, y el derecho a utilizar «los terrenos» debía repartirse entre los inquilinos. El experimento resultó un éxito. Una anciana rica y excéntrica ocupó uno de los pisos con su doncella. Aquella vieja señora tenía verdadera pasión por los pájaros y cada día alimentaba a verdaderas bandadas. Un juez indio retirado y su esposa alquilaron el segundo piso. Una pareja de recién casados, el tercero, y el cuarto fue tomado dos meses atrás por dos señoritas solteras, ya de edad, apellidadas Skinner. Los cuatro grupos de inquilinos vivían distantes unos de otros, puesto que ninguno de ellos tenía nada en común. El propietario parecía hallarse muy satisfecho con aquel estado de cosas. Lo que él temía era la amistad, que luego trae quejas y reclamaciones. La señorita Marple conocía a todos los inquilinos, aunque a ninguno a fondo. La mayor de las dos hermanas Skinner, la señorita Lavinia, era lo que podría llamarse el miembro trabajador de la empresa. La más joven, miss Emilia, se pasaba la mayor parte del tiempo en la casa quejándose de varias dolencias que, según la opinión general de todo Saint Mary Mead, eran imaginarias. Sólo la señorita Lavinia creía sinceramente en el martirio de su hermana, y de buen grado iba una y otra vez al pueblo en busca de las cosas «que su hermana había deseado de pronto». Según el punto de vista de Saint Mary Mead, si la señorita Emilia hubiera sufrido la mitad de lo que decía, ya hubiese enviado a buscar al doctor Haydock mucho tiempo atrás. Pero cuando se lo sugerían cerraba los ojos con aire de superioridad y murmuraba que su caso no era sencillo... que los mejores especialistas de Londres habían fracasado... y que un médico nuevo y maravilloso la tenía sometida a un tratamiento revolucionario con el cual esperaba que su salud mejorara. No era posible que un vulgar matasanos de pueblo entendiera su caso. —Y yo opino —decía la franca señorita Hartnell— que hace muy bien en no llamarle. El querido doctor Haydock, con su campechanería, iba a decirle que no le pasa nada y que no tiene por qué armar tanto alboroto. ¡Y le haría mucho bien! Sin embargo, la señorita Emilia, haciendo caso omiso de un tratamiento tan despótico, continuaba tendida en los divanes, rodeada de cajitas de píldoras extrañas, y rechazando casi todos los alimentos que le preparaban, y pidiendo siempre algo... por lo general difícil de encontrar. Gladdie abrió la puerta a la señorita Marple con un aspecto mucho más deprimido de lo que ésta pudo imaginar. 

En la salita, una cuarta parte del antiguo salón, que había sido dividido para formar el comedor, la sala, un cuarto de baño y un cuartito de la doncella, la señorita Lavinia se levantó para saludar a la señorita Marple. Lavinia Skinner era una mujer huesuda de unos cincuenta años, alta y enjuta, de voz áspera y ademanes bruscos. —Celebro verla —le dijo a la solterona—. La pobre Emilia está echada... no se siente muy bien hoy. Espero que la reciba a usted, eso la animará, pero algunas veces no se siente con ánimos de ver a nadie. La pobrecilla es una enferma maravillosa. La señorita Marple contestó con frases amables. El servicio era el tema principal de conversación en Saint Mary Mead, así que no tuvo dificultad en dirigirla en aquel sentido. ¿Era cierto lo que había oído decir, que Gladdie Holmes, aquella chica tan agradable y tan atractiva, se les marchaba? Miss Lavinia asintió. —El viernes. La he despedido porque lo rompe todo. No hay quien la soporte. La señorita Marple suspiró y dijo que hoy en día hay que aguantar tanto... que era difícil encontrar muchachas de servicio en el campo. ¿Estaba bien decidida a despedir a Gladdie? —Sé que es difícil encontrar servicio —admitió la señorita Lavinia—. Los Devereux no han encontrado a nadie..., pero no me extraña... siempre están peleando, no paran de bailar jazz durante toda la noche... comen a cualquier hora.., y esa joven no sabe nada del gobierno de una casa. ¡Compadezco a su esposo! Luego los Larkin acaban de perder a su doncella. Claro que con el temperamento de ese juez indio que quiere el Chota Harzi como él dice, a las seis de la mañana, y el alboroto que arma la señora Larkin, tampoco me extraña. Juanita, la doncella de la señora Carmichael, es la única fija... aunque yo la encuentro muy poco agradable y creo que tiene dominada a la vieja señora. —Entonces, ¿no piensa rectificar su decisión con respecto a Gladdie? Es una chica muy simpática. Conozco a toda la familia; son muy honrados. —Tengo mis razones —dijo la señorita Lavinia dándose importancia. —Tengo entendido que perdió usted un broche... —murmuró la señorita Marple. —¿Por quién lo ha sabido? Supongo que habrá sido ella quien se lo ha dicho. Con franqueza, estoy casi segura que fue ella quien lo cogió. Y luego, asustada, lo devolvió; pero, claro, no puede decirse nada a menos de que se esté bien seguro —Cambió de tema—. Venga usted a ver a Emilia, señorita Marple. Estoy segura de que le hará mucho bien un ratito de charla. La señorita Marple la siguió obedientemente hasta una puerta a la cual llamó la señorita Lavinia, y una vez recibieron autorización para pasar, entraron en la mejor habitación del piso, cuyas persianas semiechadas apenas dejaban penetrar la luz. La señorita Emilia hallábase en la cama, al parecer disfrutando de la penumbra y sus infinitos sufrimientos. La escasa luz dejaba ver una criatura delgada, de aspecto impreciso, con una maraña de pelo gris amarillento rodeando su cabeza, dándole el aspecto de un nido de pájaros, del cual ningún ave se hubiera sentido orgullosa. Se olía a agua de colonia, a bizcochos y alcanfor. Con los ojos entornados y voz débil, Emilia Skinner explicó que aquél era uno de sus «días malos». —Lo peor de estar enfermo —dijo Emilia en tono melancólico— es que uno se da cuenta de la carga que resulta para los demás. La señorita Marple murmuró unas palabras de simpatía, y la enferma continuó: —¡Lavinia es tan buena conmigo! Lavinia, querida, no quisiera darte este trabajo, pero si pudieras llenar mi botella de agua caliente como a mí me gusta... Demasiado llena me pesa... y si lo está a medias se enfría inmediatamente. —Lo siento, querida. Dámela. Te la vaciaré un poco. —Bueno, ya que vas a hacerlo, tal vez pudieras volver a calentar el agua. Supongo que no habrá galletas en casa... no, no, no importa. Puedo pasarme sin ellas. Con un poco de té y una rodajita de limón... ¿no hay limones? La verdad, no puedo tomar té sin limón. Me parece que la leche de esta mañana estaba un poco agria, y por eso no quiero ponerla en el té. No importa. Puedo pasarme sin té. Sólo que me siento tan débil... Dicen que las ostras son muy nutritivas. Tal vez pudiera tomar unas pocas... No... no... Es demasiado difícil conseguirlas siendo tan tarde. Puedo ayunar hasta mañana. Lavinia abandonó la estancia murmurando incoherentemente que iría al pueblo en bicicleta. La señorita Emilia sonrió débilmente a su visitante y volvió a recalcar que odiaba dar quehacer a los que la rodeaban.

Aquella noche la señorita Marple contó a Edna que su embajada no había tenido éxito. Se disgustó bastante al descubrir que los rumores sobre la poca honradez de Gladdie se iban extendiendo por el pueblo. En la oficina de Correos, la señorita Ketherby le informó: —Mi querida Juana, le han dado una recomendación escrita diciendo que es bien dispuesta, sensata y respetable, pero no hablan para nada de su honradez. ¡Eso me parece muy significativo! He oído decir que se perdió un broche. Yo creo que debe haber algo más, porque hoy día no se despide a una sirvienta a menos que sea por una causa grave. ¡Es tan difícil encontrar otra...! Las chicas no quieren ir a Old Hall. Tienen verdadera prisa por volver a sus casas en los días libres. Ya verá usted, las Skinner no encontrarán a nadie más, y tal vez entonces esa hipocondríaca tendrá que levantarse y hacer algo. Grande fue el disgusto de todo el pueblo cuando se supo que las señoritas Skinner habían encontrado nueva doncella por medio de una agencia, y que por todos conceptos era un modelo de perfección. —Tenemos bonísimas referencias de una casa en la que ha estado «tres años», prefiere el campo y pide menos que Gladdie. La verdad es que hemos sido muy afortunadas. —Bueno, la verdad—repuso la señorita Marple, a quien miss Lavinia acababa de informar en la pescadería—. Parece demasiado bueno para ser verdad. Y en Saint Mary Mead se fue formando la opinión de que el modelo se arrepentiría en el último momento y no llegaría. Sin embargo, ninguno de esos pronósticos se cumplió, y todo el pueblo pudo contemplar a aquel tesoro doméstico llamado Mary Higgins, cuando pasó en el taxi de Red en dirección a Old Hall. Tuvieron que admitir que su aspecto era inmejorable... el de una mujer respetable, pulcramente vestida. Cuando la señorita Marple volvió de visita a Old Hall con motivo de recolectar objetos para la tómbola del vicariato, le abrió la puerta Mary Higgins. Era, sin duda alguna, una doncella de muy buen aspecto. Representaba unos cuarenta años, tenía el cabello negro y cuidado, mejillas sonrosadas y una figura rechoncha discretamente vestida de negro, con delantal blanco y cofia... «el verdadero tipo de doncella antigua», como luego explicó la señorita Marple, y con una voz mesurada y respetuosa, tan distinta a la altisonante y exagerada de Gladdie. La señorita Lavinia parecía menos cansada que de costumbre, aunque a pesar de ello se lamentó de no poder concurrir a la tómbola debido a la constante atención que requería su hermana; no obstante le ofreció su ayuda monetaria y prometió contribuir con varios limpiaplumas y zapatitos de niño.
La señorita Marple la felicitó por su magnífico aspecto. —La verdad es que se lo debo principalmente a Mary. Estoy contenta de haber tomado la resolución de despedir a la otra chica. Mary es maravillosa. Guisa muy bien, sabe servir la mesa, y tiene el piso siempre limpio.., da la vuelta al colchón todos los días... y se porta estupendamente con Emilia. La señorita Marple apresuróse a preguntar por la salud de Emilia. —Oh, pobrecilla, últimamente ha sentido mucho el cambio de tiempo. Claro, no puede evitarlo, pero algunas veces nos hace las cosas algo difíciles. Quiere que se le preparen ciertas cosas, y cuando se las llevamos, dice que no puede comerlas... y luego las vuelve a pedir al cabo de media hora, cuando ya se han estropeado y hay que hacerlas de nuevo. Eso representa, naturalmente, mucho trabajo..., pero por suerte a Mary parece que no le molesta. Está acostumbrada a servir a inválidos y sabe comprenderlos. Es una gran ayuda. —¡Cielos! —exclamó la señorita Marple—. ¡Vaya suerte! —Sí, desde luego. Me parece que Mary nos ha sido enviada como la respuesta a una plegaria. —Casi me parece demasiado buena para ser verdad —dijo la señorita Marple—. Yo de usted... bueno... yo en su lugar iría con cuidado. Lavinia Skinner pareció no captar la intención de la frase. —¡Oh! —exclamó—. Le aseguro que haré todo lo posible para que se encuentre a gusto. No sé lo que haría si se marchara. —No creo que se marche hasta que se haya preparado bien —comentó la señorita Marple mirando fijamente a Lavinia. —Cuando no se tienen preocupaciones domésticas, uno se quita un gran peso de encima, ¿verdad? ¿Qué tal se porta la pequeña Edna? —Pues muy bien. Claro que no tiene nada de extraordinario. No es como esa Mary. Sin embargo, la conozco a fondo, puesto que es una muchacha del pueblo. Al salir al recibidor se oyó la voz de la inválida que gritaba: —Esas compresas se han secado del todo... y el doctor Allerton dijo que debían conservarse siempre húmedas. Vaya déjelas. Quiero tomar una taza de té y un huevo pasado por agua... que sólo haya cocido tres minutos y medio, recuérdelo. Y vaya a decir a la señorita Lavinia que venga. La eficiente Mary, saliendo del dormitorio, dirigióse hacia Lavinia. —La señorita Emilia la llama, señora. Y dicho esto abrió la puerta a la señorita Marple, ayudándola a ponerse el abrigo y tendiéndole el paraguas del modo más irreprochable. La señorita Marple dejó caer el paraguas y al intentar recogerlo se le cayó el bolso desparramándose todo su contenido. Mary, toda amabilidad, la ayudó a recoger varios objetos... un pañuelo, un librito de notas, una bolsita de cuero anticuada, dos chelines, tres peniques y un pedazo de caramelo de menta. La señorita Marple recibió este último con muestras de confusión. —¡Oh, Dios mío!, debe haber sido el niño de la señora Clement. Recuerdo que lo estaba chupando y me cogió el bolso y estuvo jugando con él. Debió de meterlo dentro. ¡Qué pegajoso está! —¿Quiere que lo tire, señora? —¡Oh, si no le molesta...! ¡Muchas gracias...! Mary se agachó para recoger por último un espejito, que hizo exclamar a la señorita Marple al recuperarlo: —¡Qué suerte que no se haya roto! Y abandonó la casa dejando a Mary de pie junto a la puerta con un pedazo de caramelo de menta en la mano y un rostro completamente inexpresivo.
Durante diez largos días todo Saint Mary Mead tuvo que soportar el oír pregonar las excelencias del tesoro de las señoritas Skinner. Al undécimo, el pueblo estremecióse ante la gran noticia. ¡Mary, el modelo de sirvienta, había desaparecido! No había dormido en su cama y encontraron la puerta de la casa abierta de par en par. Se marchó tranquilamente, durante la noche. ¡Y no era sólo Mary lo que había desaparecido! Sino además, los broches y cinco anillos de la señora Lavinia; y tres sortijas, un pendentif, una pulsera y cuatro prendedores de miss Emilia. Era el primer capítulo de la catástrofe. La joven señora Devereux había perdido sus diamantes, que guardaba en un cajón sin llave, y también algunas pieles valiosas, regalo de bodas. El juez y su esposa notaron la desaparición de varias joyas y cierta cantidad de dinero. La señora Carmichael fue la más perjudicada. No sólo le faltaron algunas joyas de gran valor, sino que una considerable suma de dinero que guardaba en su piso había volado. Aquella noche, Juana había salido y su ama tenía la costumbre de pasear por los jardines al anochecer llamando a los pájaros y arrojándoles migas de pan. Era evidente que Mary, la doncella perfecta, había encontrado las llaves que abrían todos los pisos. Hay que confesar que en Saint Mary Mead reinaba cierta malsana satisfacción. ¡La señorita Lavinia había alardeado tanto de su maravillosa Mary...! —Y, total, ha resultado una vulgar ladrona. A esto siguieron interesantes descubrimientos. Mary, no sólo había desaparecido, sino que la agencia que la colocó pudo comprobar que la Mary Higgins que recurrió a ellos y cuyas referencias dieron por buenas, era una impostora. La verdadera Mary Higgins era una fiel sirvienta que vivía con la hermana de un virtuoso sacerdote en cierto lugar de Cornwall. —Ha sido endiabladamente lista —tuvo que admitir el inspector Slack—. Y si quieren saber mi opinión, creo que esa mujer trabaja con una banda de ladrones. Hace un año hubo un caso parecido en Northumberland. No la cogieron ni pudo recuperarse lo robado. Sin embargo, nosotros lo haremos algo mejor. El inspector Slack era un hombre de carácter muy optimista. No obstante, iban transcurriendo las semanas y Mary Higgins continuaba triunfalmente en libertad. En vano el inspector Slack redoblaba la energía que le era característica. La señora Lavinia permanecía llorosa, y la señorita Emilia estaba tan contraída e inquieta por su estado que envió a buscar al doctor Haydock. El pueblo entero estaba ansioso por conocer lo que opinaba de la enfermedad de miss Emilia, pero, claro, no podían preguntárselo. Sin embargo, pudieron informarse gracias al señor Meek, el ayudante del farmacéutico, que salía con Clara, la doncella de la señora Price-Ridley. Entonces se supo que el doctor Haydock le había recetado una mezcla de asafétida y valeriana, que según el señor Meek, era lo que daban a los maulas del Ejército que se fingían enfermos. Poco después supieron que la señorita Emilia, carente de la atención médica que precisaba, había declarado que en su estado de salud consideraba necesario permanecer cerca del especialista de Londres que comprendía su caso. Dijo que lo hacía sobre todo por Lavinia. El piso quedó por alquilar.
Varios días después, la señorita Marple, bastante sofocada, llegó al puesto de la policía de Much Benham preguntando por el inspector Slack. Al inspector Slack no le era simpática la señorita Marple, pero se daba cuenta de que el jefe de Policía, coronel Melchett, no compartía su opinión. Por lo tanto, aunque de mala gana, la recibió. —Buenas tardes, señorita Marple. ¿En qué puedo servirla? —¡Oh, Dios mío! —repuso la solterona—. Veo que tiene usted mucha prisa. —Hay mucho trabajo —replicó el inspector Slack—; pero puedo dedicarle unos minutos. —¡Oh, Dios mío! Espero saber exponer con claridad lo que vengo a decirle. 

Resulta tan difícil explicarse, ¿no lo cree usted así? No, tal vez usted no. Pero, compréndalo, no habiendo sido educada por el sistema moderno..., sólo tuve una institutriz que me enseñaba las fechas del reinado de los reyes de Inglaterra y cultura general... Doctor Brewer.., tres clases de enfermedades del trigo... pulgón... añublo... y, ¿cuál es la tercera?, ¿tizón? —¿Ha venido a hablarme del tizón? —preguntóle el inspector, enrojeciendo acto seguido. —¡Oh, no, no! —apresuróse a responder miss Marple—. Ha sido un ejemplo. Y qué superfluo es todo eso, ¿verdad..., pero no le enseñan a uno a no apartarse de la cuestión, que es lo que yo quiero. Se trata de Gladdie, ya sabe, la doncella de las señoritas Skinner. —Mary Higgins —dijo el inspector Slack. —¡Oh, sí! Ésa fue la segunda doncella; pero yo me refiero a Gladdie Holmes..., una muchacha bastante impertinente y demasiado satisfecha de sí misma, pero muy honrada, y por eso es muy importante que se la rehabilite. —Que yo sepa no hay ningún cargo contra ella —repuso el inspector. —No; ya sé que no se la acusa de nada..., pero eso aún resulta peor, porque ya sabe usted, la gente se imagina cosas. ¡Oh, Dios mío..., sé que me explico muy mal! Lo que quiero decir es que lo importante es encontrar a Mary Higgins. —Desde luego —replicó el inspector—. ¿Tiene usted alguna idea? —Pues a decir verdad, sí —respondió la señorita Marple—. ¿Puedo hacerle una pregunta? ¿No le sirven de nada las huellas dactilares —¡Ah! —repuso el inspector Slack—. Ahí es donde fue más lista que nosotros. Hizo la mayor parte del trabajo con guantes de goma, según parece. Y ha sido muy precavida..., limpió todas las que podía haber en su habitación y en la fregadera. ¡No conseguimos dar con una sola huella en toda la casa! —Y si las tuviera, ¿le servirían de algo? —Es posible, señora. Pudiera ser que las conocieran en el Yard. 

¡No sería éste su primer hallazgo! La señorita Marple asintió muy contenta y abriendo su bolso sacó una caja de tarjetas; en su interior, envuelto en algodones, había un espejito. —Es el de mi monedero —explicó—. En él están las huellas digitales de la doncella. Creo que están bien claras... puesto que antes tocó una sustancia muy pegajosa. El inspector estaba sorprendido. —¿Las consiguió a propósito? —¡Naturalmente! —¿Entonces, sospechaba ya de ella? —Bueno, ¿sabe usted?, me pareció demasiado perfecta. Y así se lo dije a la señorita Lavinia, pero no supo comprender la indirecta. Inspector, yo no creo en las perfecciones. Todos nosotros tenemos nuestros defectos... y el servicio doméstico los saca a relucir bien pronto. —Bien —repuso el inspector Slack, recobrando su aplomo—. Estoy seguro de que debo estarle muy agradecido. Enviaré el espejo al Yard y a ver qué dicen. Se calló de pronto. La señorita Marple había ladeado ligeramente la cabeza y le contempló con fijeza. —¿Y por qué no mira algo más cerca, inspector? —¿Qué quiere decir, señorita Marple? —Es muy difícil de explicar, pero cuando uno se encuentra ante algo fuera de lo corriente, no deja de notarlo... A pesar de que a menudo pueden resultar simples naderías. Hace tiempo que me di cuenta, ¿sabe? Me refiero a Gladdie y al broche. Ella es una chica honrada; no lo cogió. Entonces, ¿por qué lo imaginó así la señorita Skinner? Miss Lavinia no es tonta..., muy al contrario. ¿Por qué tenía tantos deseos de despedir a una chica que era una buena sirvienta, cuando es tan difícil encontrar servicio? Eso me pareció algo fuera de lo corriente..., y empecé a pensar. Pensé mucho. ¡Y me di cuenta de otra cosa rara! La señorita Emilia es una hipocondríaca, pero es la primera hipocondríaca que no ha enviado a buscar en seguida a uno u otro médico. Los hipocondríacos adoran a los médicos. ¡Pero la señorita Emilia, no! —¿Qué es lo que insinúa, señorita Marple? —Pues que las señoritas Skinner son unas personas muy particulares. La señorita Emilia pasa la mayor parte del tiempo en una habitación a oscuras, y si eso que lleva no es una peluca... ¡me como mi moño postizo! Y lo que digo es esto: que es perfectamente posible que una mujer delgada, pálida y de cabellos grises sea la misma que la robusta, morena y sonrosada... puesto que nadie puede decir que haya visto alguna vez juntas a la señorita Emilia y a Mary Higgins. Necesitaron tiempo para sacar copias de todas las llaves, y para descubrir todo lo referente a la vida de los demás inquilinos, y luego... hubo que deshacerse de la muchacha del pueblo. La señorita Emilia sale una noche a dar un paseo por el campo y a la mañana siguiente llega a la estación convertida en Mary Higgins. Y luego, en el momento preciso, Mary Higgins desaparece y con ella la pista. Voy a decirle dónde puede encontrarla, inspector... ¡En el sofá de Emilia Skinner...! Mire si hay huellas dactilares, si no me cree, pero verá que tengo razón. Son un par de ladronas listas... esas Skinner... sin duda en combinación con un vendedor de objetos robados... o como se llame. ¡Pero esta vez no se escaparán! No voy a consentir que una de las muchachas de la localidad sea acusada de ladrona. Gladdie Holmes es tan honrada como la luz del día y va a saberlo todo el mundo. ¡Buenas tardes! La señorita Marple salió del despacho antes de que el inspector Slack pudiera recobrarse. —¡Cáspita! —murmuró—. ¿Tendrá razón, acaso? No tardó en descubrir que la señorita Marple había acertado una vez más. El coronel Melchett felicitó al inspector Slack por su eficacia y la señorita Marple invitó a Gladdie a tomar el té con Edna, para hablar seriamente de que procurara no dejar un buen empleo cuando lo encontrara.