Por Atilio Boron
En las últimas semanas el neoliberalismo sufrió una serie de derrotas que aceleraron su agonía y en medio de aparatosas y violentas convulsiones desencadenaron su deceso. Tras casi medio siglo de pillajes, tropelías y crímenes de todo tipo contra la sociedad y el medio ambiente, la fórmula de gobernanza tan entusiastamente promovida por los gobiernos de los países del capitalismo avanzado, las instituciones como el FMI y el BM y acariciada por los intelectuales bienpensantes y los políticos del establishment yace en ruinas. La nave insignia de esa flotilla de saqueadores, el Chile de Sebastián Piñera, se hundió bajo el formidable empuje de una protesta popular sin precedentes, indignada y enfurecida por décadas de engaños, artimañas leguleyas y manipulaciones mediáticas. A las masas chilenas se les había prometido el paraíso del consumismo capitalista, y durante mucho tiempo creyeron en esos embustes. Cuando despertaron de su sonambulismo político cayeron en la cuenta que la pandilla que las gobernó bajo un manto fingidamente democrático las había despojado de todo: les arrebataron la salud y la educación públicas, fueron estafadas inescrupulosamente por las administradoras de fondos de pensión, se encontraban endeudadas hasta la coronilla y sin poder pagar sus deudas mientras contemplaban estupefactas como el 1 por ciento más opulento del país se apropiaba del 26,5 por ciento del ingreso nacional y el 50 por ciento más pobre sólo capturaba el 2.1 por ciento. Todo este despojo se produjo en medio de un ensordecedor concierto mediático que embotaba las conciencias, alimentaba con créditos indiscriminados esta bonanza artificial y hacía creer a unas y otros que el capitalismo cumplía con sus promesas. Pero ninguna utopía, aún la del mercado total, está a salvo de la acción de sus villanos. Y éstos irrumpieron personificados en las figuras de unos adolescentes: su osadía en el metro de Santiago hizo trizas el hechizo y grandes sectores de la ciudadanía se percataron que habían sido burlados y estafados y salieron a las calles para expresar su descontento y su cólera. Los satisfechos consumidores se convirtieron, de la noche a la mañana, en “vándalos” o en una revoltosa banda de “alienígenas” –para usar la elocuente descripción de la mujer del presidente Piñera- que comprobaron con rabia que habían sido condenados a sobrevivir endeudados de por vida, víctimas de una plutocracia -insaciable, intolerante y violenta- y de la corrupta partidocracia cómplice de aquélla. Allí están, todavía hoy, luchando por poner fin a tanta desdicha.
El neoliberalismo sufrió otra derrota en Bolivia, cuando el presidente Evo Morales fue reelecto con el 47,08 por ciento de los votos contra el 36,51 por ciento obtenido por Carlos Mesa, candidato de Comunidad Ciudadana. Pese a que el presidente le sacó una ventaja de 10.57 por ciento de los votos (más del 10 % que señala la legislación boliviana para declararlo ganador en primera vuelta) y que no hubo ninguna denuncia concreta de fraude sino tan sólo gritos y aullidos de la oposición ésta exige que se convoque al balotaje. Dicen que las irregularidades habidas en la transmisión y difusión del escrutinio (explicada convincentemente por las autoridades bolivianas) unido lo exiguo de la diferencia obtenida por Evo (pero por encima del 10 %, por supuesto) obliga a proceder de tal manera. Si este fuera el caso deberían ordenar también la anulación de la elección presidencial de 1960 en Estados Unidos cuando John F. Kennedy aventajó a Richard Nixon por 0.17 centésimos (49.72 versus 49.55 %). Mesa que perdió por una diferencia de 10.57 por ciento haría bien en llamarse a silencio. No lo hará, porque había advertido que desconocería otro resultado que no fuera su victoria. Si gano, la elección fue limpia; si pierdo, hubo fraude. Nada nuevo: la derecha jamás creyó en la democracia, mucho menos en estas latitudes.
En línea con este generalizado clima ideológico de repulsa al neoliberalismo, en la Argentina la experiencia neoliberal de Mauricio Macri fue repudiada en las urnas. Ampliamente porque lo que hubo el 27 de Octubre no fue la primera vuelta dado que ésta tuvo lugar, de hecho, en las PASO y allí las distintas alianzas políticas midieron sus fuerzas. En esa ocasión quedó demostrado que sólo Macri poseía los votos como para desafiar el poderío electoral del Frente de Todos el presidente atrajo las preferencias de electores de derecha que habían optado por otras candidaturas y probablemente con un segmento mayoritario de la mayor afluencia ciudadana que concurrió a las urnas el domingo. De todos modos hay algunas incógnitas que despiertan suspicacias sobre el veredicto de las urnas. Por ejemplo, el hecho de que la fórmula Fernández-Fernández sólo hubiera acrecentado su caudal electoral en unos 250.000 votos, disminuyendo su gravitación porcentual con relación a las PASO en casi un uno y medio por ciento, se hace difícil de entender. Sí que su rival lo acrecentase, pero que lo hiciera en 2.350.000 votos y casi siete y medio por ciento mueve a la curiosidad, sobre todo en un contexto de profundización de la crisis económica. Misterios de la aritmética electoral que seguramente serán develados con el escrutinio definitivo. De todos modos, los casi ocho puntos porcentuales que separan a Alberto Fernández de Macri son, para un balotaje, una diferencia muy significativa. En la segunda vuelta de la elección presidencial del 2015 Macri se impuso a Daniel Scioli por dos puntos y medio, 2,68 % según el escrutinio definitivo. Lo cierto es que la ardua tarea de reconstruir a la economía y sanar las profundas heridas que el macrismo dejó en el tejido social sólo será posible abandonando las recetas del neoliberalismo. Éste ocasionó en la Argentina una crisis peor aún que la derivada del traumático desplome de la Convertibilidad en el 2001 y los estallidos sociales de Chile (y los de Ecuador, Haití y la elección de AMLO en México) deberían disuadir al próximo gobierno de creer que lo que hay que hacer es avanzar por el camino abierto en Chile hace casi cincuenta años.
No es fácil discernir lo que brotará de las cenizas del neoliberalismo. Será dictado por los avatares de las luchas sociales, por la clarividencia de sus fuerzas dirigentes; por su audacia para hacer frente a toda clase de contingencias y preservar la preciosa unidad de las fuerzas políticas y sociales democráticas y de izquierda; y por la eficacia con que se organice y concientice al heterogéneo y tumultuoso campo popular. Será una tarea hercúlea, pero no imposible. La incertidumbre domina la escena, pero donde hay una certeza absoluta es que ya más nadie en Latinoamérica podrá engañar a nuestros pueblos, o pretender ganar elecciones, diciendo que “hay que imitar al modelo chileno”, o seguir los pasos del “mejor alumno” del Consenso de Washington. Esto fue lo que por décadas recomendaron -en vano, visto el inapelable veredicto de la historia- el antes locuaz y ahora silente Mario Vargas Llosa junto a la pléyade de publicistas del neoliberalismo que gracias a su privilegiada inserción en los oligopolios mediáticos y aparatos de propaganda de la derecha diseminaban a voluntad sus falacias y sofismas. Pero esto ya es pasado; la historia se encargó de refutarlos.