ÁGORA - Una de romanos (con gafas)

Publicado el 12 noviembre 2009 por Loscriticones

El fuego lo abre un tipo de Mileto en el siglo VI a.C (es lo que aseguran las orondas gentes de gafas hipercúbicas que piensan mucho sobre estas cosas): es el momento de debut de la razón utilizada libremente para interpretar la naturaleza, el cerebro a pedales se escapa del estómago. Comienza una guerra milenaria que no ha terminado: la razón contra la bestia que llevamos dentro.

Del presocrático Parménides (s V a.C) nos ha llegado poco más que unos fragmentos de un largo poema en el que se establecen negro sobre blanco papiro, por primera vez en el planeta azul, los principios básicos de la lógica formal, la misma que utiliza la máquina en la que estás leyendo esto, la necesaria para traducir ceros y unos en imágenes y sonidos. Del resto de pensadores presocráticos nos ha quedado poco más que el nombre, ardió todo en aquella noche milenaria de los cristales rotos, en la quema de la biblioteca de Alejandría en la que se perdió el grueso del saber acumulado durante la Antigüedad. Luego vendrían miles y miles de piras más hasta este día nublado del 2009 de la Era Cristiana. Isaac Asimov con su sagacidad de maestro divulgador aventura que de no haber sido quemados aquellos papiros quizás habríamos fundado colonias marcianas hace algún siglo. Fume o no, las evidencias no se atreven a contradecirle.

La Antigüedad nos ha proporcionado todos los temas, argumentos, motivos e historias para el arte hasta hace diez minutos, porque ahí está todo, y si no, insensato lector, abre un manual de Historia Antigua por cualquier página al azar y flipa. Sucede que de un tiempo a esta parte se han ido borrando de nuestra “cultura de uso y consumo” poco a poco, los nombres, historias y procedimientos de la infancia de nuestra propia identidad. Cada vez suenan menos sustantivos como Alejandro Magno, Cicerón, Clístenes, Solón, Plutarco, Pericles, Ovidio, Herodoto, Tucídides, Aristofanes, etc. Lentamente se van borrando las letras de los manuales escolares y hasta de los universitarios y la cosa va quedando como de criptociencia, la Historia Antigua pronto será un saber oculto de unos pocos iniciados en vías de extinción que se citarán en oscuras paradas de metro.

Alejandro Amenábar siempre ha hecho cine a lo grande: todas sus películas han sido grandes en taquilla, en entretenimiento, en notoriedad, en técnica, en repercusión, en originalidad. Es evidente que no se trata de un cine de calado intelectual o estético, ni falta que le hace, él quiere ser Spilberg y lo hace bastante bien para conseguirlo.

Yo creo que Amenábar es un eterno preadolescente. Ésta película, como otras, surge de un inicial asombro por las estrellas que ve desde la cubierta de una barco (no somos nadie), así que se interesa por la astronomía amateur y por su jugosa historia, exactamente como aquella reflexión de Abre los ojos preñada de digresiones acerca de la dualidad realidad/sueño o de la tiranía de la estética o esas dimensiones paralelas en Los Otros. Digamos que el calado intelectual está siempre en las cotas de profundidad de su admirado Spilberg, todo bastante naíf, juvenil, bisoño, pero todo exquisitamente rodado y tan entretenido como subirse a unos coches de choque o comer pollo con las manos.

Ágora vuelve a ser una película inmaculada técnicamente, sin embargo esta vez se trata de una superproducción y sólo un tipo de la competencia técnica de Amenábar es capaz de devolver una cinta rodada con tal precisión (esto empieza a ser un tópico y seguro que lo volveremos a leer en futuras entregas, pero es la vida).

Ágora es una película brillante y plagada de virtudes: es histórica y de época en un sentido que transciende lo estético más allá de las falditas de romano y que sitúa al espectador con sus zapatos y su mondadientes, en un punto de vista en que las cosas han sido muy diferentes a hoy en día, en que la cosmosvisión es de fin de era, de fin del mundo y de fin de estirpe, un tiempo en el que una religión y cultura hoy dominante sólo era una secta en forma de facción emergente y violenta, en el que una cultura bimilenaria entonces, la egipcia, emitía sus últimos estertores de dinosaurio mitológico, antes de su desaparición total en el magma oscuro de su tiempo de dioses, usos y costumbres ante un mundo nuevo y pujante en el que un poder político, militar y cultural de seis siglos, el romano, se desvanece también como un gigante con pies de barro para abrir el mundo occidental a un tiempo de incertidumbre y ausencia de hegemonías geográficas ni culturales durante mucho tiempo: exactamente el comienzo de la larga Edad Media. Ni más ni menos este es el morlaco que ha lidiado el maestro y ha resultado de las rarísimas veces en que una película de época es algo más que una historia repetida en un decorado exótico.

Pero por encima de todo Ágora es una poderosa arma pedagógica, infinitamente más eficaz que diez toneladas de Ministerios de Educación y Colegueo Cultural. La película es un duro libelo contra las intransigencias de todo orden, contra las adhesiones cerriles a causas míticas e irracionales, a banderitas gregarias y bovinas, a creencias ciegas y grupales (les va igual de guay a los gudari-rasta-borroka de afición pirotécnica, a los reyes y reinas latinos, a los chicos de las sienes peladas del unagrandeylibre o a los purpurados y pancartistas amiguitos de la conferencia episcopal, aunque para estos quizás sea pelín tarde...)

Desde el nacimiento de Hipatia once siglos después de Tales de Mileto, mil años después de que muriera Sócrates, del nacimiento de Platón y de Aristóteles, la lucha de la fe, con todas sus variantes y modos que ven siempre y en todo lugar a la inteligencia libre y emancipadora como un enemigo temible, se ha perpetuado exactamente hasta hoy mismo. Es sarcástico que Millán Astray después de declararle su amor a la muerte y muerte a la inteligencia se subiera a un coche movido por un maldito motor de explosión, que los integrantes de ciertas sectas se movilicen por ordenador e Internet para salir a la calle a defender preceptos dictados por los mismos viejos dioses en nombre de los cuales se han ido arrojando a la pira consecutivamente a los responsables del avance imparable de las ideas, de la lógica y de la razón científica, precisamente las que hacen posible que esos mismos popes mitológicos capaces de interpretar aún las ordenes y preceptos divinos se traten de su cáncer en aparatos de emisión de positrones y reciban antibióticos contra microbios que hasta hace cinco minutos eran únicamente furia divina o al-fuego-con-el-blasfemo. Les tocó a los cristianos del obispo Cirilo encender el mechero en Alejandría, pero supongo el regocijo que le hubiera proporcionado al Führer una barbacoa así, o sin ir más lejos a todos estos simpáticos "educadores" que siguen explicándonos que (por supuesto) no venimos del mono, lo somos.

Ágora contiene únicamente un error, pero casi fatal: es la decisión tozuda de Amenábar de proponer una Hipatia fría, ascética y mecánica como un frigorífico y menos humana que la replicante llorona de Blade Runner. Este detalle en el mismo epicentro de la trama dramática hace que la mayoría de espectadores no se vean íntimamente conmovidos por la historia de la protagonista con la que no han podido identificarse. Amenábar se ha equivocado porque pierde un formidable potencial narrativo pero sobre todo, porque nadie es como la Hipatia de la película, por más que busque el inquieto dire no va a encontrar a ninguna persona tan descarnadamente robótica, incluidos pensadores, científicos, filósofos o charcuteros, personajes todos ellos susceptibles de practicar el coito, llegar a la ebriedad, propalar imbecilidades en la escalera de su casa y seguirfervientemente a un equipo de fútbol exactamente igual que cualquier otro hijo de vecino.Pero en fin, los genios son así, testarudos y bajitos (eso se sabe).

Por ahora sigue habiendo tipos que creen que su Rh les dicta misiones épicas y gente que está convencida de que sus dioses y sus testículos les convierten en autorizados ejecutores a pedradas de mujeres (incluso sin dioses ni piedras), pero gracias a Isis y Horus, también sigue habiendo individuos con gafas que trabajan discretamente para que el mundo se siga moviendo y otros que no se cansarán de vacunar cerebros con la sencilla receta de la reflexión.

(A Rouco con todo mi cariño)

ARM

(Y el sabio M. Vicent que explica lo esencial)