agosto.
(Del lat. Augustus, renombre del emperador Octaviano).
1. m. Octavo mes del año. Tiene 31 días.
El mes de agosto ha desbancado a mi otoño contenedor de meses melancólicos como la mejor época del año. Durante los días augustos, las ciudades se quedan huérfanas, la gente corre despavorida a dejarse lamer por playas, a escalar montañas, a surcar valles y a descender ríos domados. Son treinta y un días en los que encuentras siempre un lugar donde aparcar el coche, y muchas barras vacantes donde estacionar las penas y la simiente de la saudade. Además, es durante este periodo cuando disfruto de los conciertos del maestro de la metáfora; cuando subo a lomos de su caballo de cartón, cuando pacto con él, cuando me cercioro que todas las noches son noches de boda y que todas las lunas son lunas de miel donde el quiero le gana la guerra al puedo, mientras los que matan mueren de miedo clamando que las mentiras parezcan mentiras de verdad.
Esta mañana dominical me he despertado a las ocho. Hacía rato que el día se había levantado dejando la cama sin hacer y los sueños arropados. Me esperaba en la puerta para acompañarme durante las horas siguientes. Conduciendo he llegado hasta la parte vieja. He estacionado sin darme cuenta, por pura inercia, pues mi cabeza bulle de historias. Es mientras manejo el volante cuando vivo inmerso en una especie de catarsis. Busco las fuerzas necesarias, el momento preciso para contar algo, para escribir sobre mucho. Quiero hablar con las palabras, ponernos de acuerdo y empezar a plasmar en los folios catódicos y apantallados lo que pugna por salir.
He tomado un café viendo cómo un hombre gobernada un portátil con conexión a internet. He visto a un niño acariciar un perro. Y he visto un niño, revoloteando en torno a sus padres, sin recibir ni una sola caricia. Los padres han tomado varios zumos de naranja, han departido ácidamente, han discutido en voz baja, han hablado gritando, han asustado al perro y al niño. Tras pagar la cuenta se han ido, sin paz y sin gloria, pero con un can feliz porque tenía al imberbe sobándole a base de bien. He observado a una morena con las uñas de los pies pintadas de color rosa. Una ninfa que ha tomado un bocadillo diminuto, que ha bebido un café con leche, que ha fumado y que ha hablado con su novio, con su marido, con su pareja, con lo que fuera que era la persona que amén de contemplar ese paisaje rosáceo iba a poder transitarlo al caer el sol. Me ha sonreído un par de veces, endulzando mi café y derritiendo los cubitos de las bebidas estivales de varias cafeterías a la redonda. He visto a un viejo pedir unas monedas. No he visto a nadie darle monedas a un viejo decrépito que solicitaba atención monetaria mientras ensuciaba canciones viejas. El niño lo ha mirado como se mira a un abuelo que no se quiere. El perro lo ha hociqueado como se hociquea a un intruso. Se ha ido triste, con la mendicidad a otra parte. He pensado que hay gente que no tiene dinero ni para ser pobre. He pedido un segundo café y me he concentrado en la lectura del último libro que me tiene atrapado: sesenta páginas devoradas sin desconcentrarme. Me he desconcentrado antes de adentrarme en la página sesenta y uno. Ha venido una chica tiñosa tocando la flauta. Con voz feliz se acercaba a los clientes y extendía una mano mendicante. Ha tenido más éxito que el anciano. Ha conseguido no sé cuánto. Le he dado el cambio porque hasta mi mesa ha llegado sin dejar de sonreír, de tocar, de oscilar su cuerpo ajado, mostrándome cinco dedos huesudos, resecos y negros. Si tuviera las tetas de la chica de las uñas rosas, le daría el doble más uno, y la matricularía en el conservatorio de la ciudad.
He abandonado la terraza cuando un sol invasivo e ineluctable me ha expulsado del paraíso observacional, dejando que lo advertido desde mi filantropía se hiciera un hueco en mi cabeza.
En el coche he intentado sintonizar, sin éxito, alguna emisora digna. He tenido que tirar de cedés. Nunca falla la música que se escoge para los viajes. Me ha emocionado Sabina, joder. Me han conmovido Andrés Suárez y Rafa Pons. Me he detenido en una canción de Ismael Serrano: Fragilidad. Fragilidad musical, supongo. La temperatura del coche ha descendido a veinte grados. Si hubiera algún representante de sanidad o tráfico sentado de copiloto, me insinuaría que eso es peligroso. Que lo razonable, por sano, sería subir un par de grados. No haría falta, sigo ardiendo por dentro. Ardo de fiebre emocional por culpa de los citados y sus vivencias musicadas.
He llegado, creo no saber cómo, hasta el aeropuerto. Aunque sé por qué. Me encanta sentarme en la cafetería de los aeropuertos, de las estaciones de trenes. Ahí, hasta en verano, es otoño. Templo estacional de despedidas y recibimientos. Me gusta llegar a las terminales y relajarme en la cafetería desde la que observo los que se van, los que se quedan, los que lloran de alegría, los que ríen por no llorar, los que abrazan, los que gastan sus últimos cartuchos buscando una reconciliación, los que se arrepienten y pierden un vuelo, los que no se arrepienten y pierden una vida, los que se quedan solos y los que esperan y miran el reloj para dejar de estarlo.
Cuando tenía dieciocho años me independicé. Vamos, mis padres por un lado y yo, por muchos lados. Los sitios me esperaban. Comencé a trabajar con facilidad gracias a la oferta que el verano generaba. Pero en invierno, tras engrosar la lista de desempleados, deambulaba buscando una oportunidad a la hora que todo el mundo hacía lo mismo que yo. Una masa ingente devorando cafés y estudiando los clasificados, anotando cifras en servilletas de papel. Todos compitiendo para llamar, para ofrecerse, para optar a una situación activa y abandonar las colas del instituto nacional de empleo. Hasta que me di cuenta que cuanto más temprano recolectara guarismos y letras, más posibilidades tendría de adelantarme a mis contrincantes por un puesto en algún restaurante, en algún almacén, en alguna bolsa laboral de hospitales, de correos, de algunos etcéteras administrativos. Fue así como conocí las cafeterías de las estaciones de trenes y autobuses. Así que si conseguía llamar antes que nadie, cruzaría la meta del trabajo antes que nadie, para descruzarla tras un periodo de prueba o la finalización de un contrato. Muchas madrugadas abortaba mis sueños, saltaba de la cama y llegaba hasta el edificio de RENFE. A las seis mis ojos ojeaban el periódico local; anotaba los números y esperaba a las nueve. Me acercaba a la cabina más cercana y empezaba mi romería hacia un incierto futuro profesional. Cuantiosas veces repetí la operación. Tantas, que me aficioné a mirar a las gentes que iban y venían. A contemplar los rostros dormidos en cuerpos despiertos, andantes.
En la terminal del aeropuerto Costa Brava he tomado un café. Aquí lo hacen buenísimo, creo que la razón estriba en la masiva circulación de turistas itálicos y a un italiano si no le haces bien un expreso te lía la de San Quintín, por lo menos. He consumido contemplando los lienzos frescos del comportamiento humano: He visto una pareja de jóvenes en el andén iniciático de su noviazgo. No han dejado de reír y de meterse mano hasta que por megafonía les han anunciado la puerta de embarque: la cuatro; destino Berlín. Una mujer madura en brazos de un teléfono reía y hablaba, pero reía mucho más… mientras lanzaba miradas centinelas hacia la mesa donde estaba su marido, en caso de serlo. Tenía los pezones encendidos. Seguro su amante le lanzaba obscenidades prometiéndole volver a hacerle esto, aquello y lo de más allá; lo tanto que recordaba su último encuentro en aquel lavabo. Sus pechos aguerridos la han delatado, pero sólo yo me he percatado. Creo. Después ha vuelto a su mesa y ha besado a su acompañante. La he estudiado, sí. Tenía unas tetas dignas, capaces de someter al buen amante lesbiano, que escribiría no recuerdo qué escritor. He seguido oteando el horizonte de sucesos y alegrías que embarcan y desembarcan a escasos metros de mí. He conseguido leer un par de capítulos más antes de acariciar el móvil. Antes de plantearme si mandar un mensaje o realizar una llamada. Al final, ni lo uno ni lo otro. He besado la taza, he apurado el último sorbo, me he acordado de ella, que esté donde esté, me habita… y me he dirigido a la librería. He comprado El País.
Conduciendo por vías serpenteantes del interior he escuchado seis o siete canciones. Mientras tanto, reflexionaba. Me he conjurado para lograr dar a la luz y a las sombras algún relato nuevo, antes de que acabe el día. O parir una vieja historia de esas que hace mil vidas viven de alquiler en mi cabeza.
He comido en un restaurante de carretera. Un plato de pollo y ensalada. Y café, claro. Estaba casi solo. Digo casi porque cuando llegué, unos comensales estaban pagando la cuenta y cuando abandonaba el restaurante, entraban otros a ocupar mi lugar. Desde la ventana, el sol alcanzaba con ganchos de derecha e izquierda al edificio. He viajado desde el interior al exterior. He jugado a adivinar cómo son los camareros que, aburridos, me observaban conjeturando sobre lo qué hacía un tipo como yo, solo, en un garito de carretera. Más siendo verano, más habiendo playas, más pudiendo dejar para el invierno lo que estaba haciendo hoy.
De regreso a la ciudad bajo la tutela de agosto, he ido a descansar y a leer a una cafetería asentada junto a un lago artificial donde van a consumir y a consumirse mujeres y hombres artificiales. A través de la profundidad de mi vaso de cristal, cada vez que los cubitos chocaban contra mis labios, veía a lo lejos muchachos jugando a la pelota. Cuando el esférico caía al lago, aprovechaban para meter los pies, espantar a los patos, y acercar, haciendo olas, el juguete acuático. He recuperado el punto de lectura. He leído sin distracciones durante dos horas. Dos horas en los que un camarero me ha preguntado un par de veces que si quiero algo más. Y sí, le he demandado tranquilidad a cambio de otro café. Después ha enmudecido hasta que le he pagado las consumiciones.
He descansado el libro y he naufragado en las noticias asesinas del periódico. Porque las noticias funestas no descansan ni en domingo, como tampoco los portadores de malas nuevas. El suplemento me ha permitido viajar, me ha dado la oportunidad de conocer a no sé cuántos actores que han cambiado el mundo. He vislumbrado la posibilidad de un recorrido en tren por el norte de la península. He acertado con la lectura de un par de relatos sobre la Alemania nazi y la España en guerra contra la crisis y la clase política. He vuelto a consultar el teléfono. Hoy, como el mes, está silente. Pero lo he manoseado con tanto ahínco que he acabado enviando un mensaje. Después lo he devuelto a su sitio con la vana seguridad de que no volveré a tocarlo hasta mañana.
He rescatado el coche que estaba dándose un baño de sol de injusticia. He acariciado el volante, enfriándolo con mis manos… y he rebuscado entre los cedés que se amontonan en la guantera. Otra vez Sabina. Otra vez Ismael Serrano. Justo cuando iba a arrancar he visto al viejo de la mañana. Al pobre sin dinero, siquiera, para serlo. Abriendo la puerta, he salido a su encuentro. Sabía que hoy escribiría, quizás, lo que en mi día ha acontecido… y me he acercado a él. Le he dicho que esta mañana no tenía ánimos, que lo sentía. Pero que mis musas requerían una buena obra antes de finalizar el día. Me ha mirado extrañado, me ha preguntado, tras darme las gracias por el par de euros que anidaban en su mano, si me encontraba bien. Que conocía una fuente cercana y gratuita donde el agua emanaba fresca. Le he dicho que me encontraba perfectamente. Que se guardase el dinero, para no gastarlo de golpe. Me ha mirado y ha estado a punto de preguntarme si había manera alguna de fraccionar dos putos euros. Pero se ha callado, se ha dado la vuelta, ha seguido con su nada y yo con mi casi todo.
He estacionado el Opel en el garaje guareciéndolo del sol. Al llegar a mi piso lo he ventilado abriendo puertas y ventanas, expulsando la fea soledad. He acariciado mi gato y me he dejado caer en el sofá.
Me he servido una copa de vino blanco semidulce que me regaló mi hermana ayer. Lo tenía guardado desde el día de mi cumpleaños pero no habíamos coincidido. Un día lo probé en su casa y le dije que estaba buenísimo. Y así tomó nota, y me agenció dos botellas. El blanco me ha acompañado durante mi viaje prosaico. He finiquitado la novela. Día hoy de lecturas, observaciones y cafés.
Mis relatos han quedado tumbados a la bartola en el sofá, esperando, quizás, otra oportunidad. Sentándome frente al ordenador he ejecutado un archivo Word para mancharlo con lo que ha dado de sí, y de no, este domingo.
Ahora, de fondo, Sabina me devuelve al número siete de la calle melancolía, donde un niño se divierte con su perro, donde una pareja juega a hacerse daño, y donde un viejo pide limosna por tangos y maldice cantando fandangos gangosos.
MARIO CASTILLO ROS