Después de disfrutar de varias jornadas de inolvidable recorrido por Rajastán, alcanzamos, hacia el este, el caudaloso río Yamuna, que hasta aquí baja del Himalaya, vía Delhi, para luego unirse más adelante al Ganges. Estamos en Agra, ya en el Estado de Uttar Pradesh, una ciudad de millón y medio largo de habitantes, capital primero del Sultanato y luego del Imperio Mogol, doble dominio musulmán que dejó huella significativa en su cultura y en su arte. Fue conocida como Akbarabad, la ciudad de Akbar el Grande, nieto del emperador que inició la dinastía de los mogoles, Babur.
Hoy es conocida en el mundo entero por un solo monumento, una joya arquitectónica que atrae a millones de visitantes, un reclamo turístico de primer orden: el Taj Mahal. Pero no solo de él vive la Agra artística, mimada y enriquecida por aquellos monarcas, verdaderos mecenas que no sabían qué hacer con tanta y tanta riqueza. Al lado de esa proeza arquitectónica, explicándola y resaltándola, hay algo más.
Akbar y el Fuerte Rojo
Otra de sus referencias es, precisamente, donde estamos ahora: El Lal Qila o Fuerte Rojo de Agra. Como la mayoría de las fortalezas de esta parte del país, es del color rojizo de la piedra arenisca con que están construidas, cambiante con la hora del día, y, también como ellas, más que un edificio gigantesco, es un conjunto de palacios, edificaciones nobles, plazas, terrazas y jardines que servían (aún sirven en algunos casos) de residencia oficial a la familia real. Por otra parte, las obras de construcción se alargaban una media de más de veinte años y, como consecuencia de ello, debían ser continuadas y rematadas por los sucesivos ocupantes del trono, que aportaban su huella al diseño original (por ejemplo, aquí: construye Akbar, amplía su hijo Jahangir, finaliza su nieto Shah Jahan; eso sin contar posteriores ocupantes, reformas y restauraciones, que no afectaron esencialmente a la estructura general).
Antes de cruzar su primera puerta, monumental y de arco apuntado, encajada entre torreones y almenas, ya impresionan las dimensiones de sus muros de piedra. Un pasadizo en rampa, profundo entre dos altos paredones, conduce al primer patio. El palacete Jahangir Mahal, que ostenta el nombre del cuarto emperador de la dinastía pero que se supone fue más bien usado como harén real, da paso al Khas Mahal, residencia del quinto, donde el mármol blanco contrasta con los colores de los techos y con el delicado sombrero de sus cúpulas doradas. Desde sus amplias terrazas con ventanales en arco abiertos, se contempla, muy abajo, el discurrir del río que cruza la ciudad y, a lo lejos, se divisa la silueta inconfundible del Taj Mahal como una postal en pequeño.
Lugar y momento oportunos, nos sugieren, para constatar un curioso y sencillo experimento, paradoja científica, prueba de que a veces la vista engaña: al apartarse uno de esos miradores abiertos, a medida que se recula, el tamaño del monumento va aumentado, como si se hiciera mayor; no se trata, por supuesto, de un milagro indio sino de un fenómeno óptico universal producido por el efecto marco de las ventanas, que encuadran y agrandan la visión.
El Diwam-i-Am o Sala de Audiencias se asienta al fondo de un gran rectángulo verde, un patio rodeado, en ambos lados, por las galerías arcadas donde se disponían los jueces reales. Es un gran edificio cuadrangular con tres laterales abiertos en arcos y un despliegue de bellas columnas, en arenisca roja bajo un techo blanco y plano con dos pequeñas cúpulas laterales. Sobre tarima y bajo dosel, en mármol, estaba el trono de recepción, un auténtico tesoro labrado con ricas tallas, taraceas y valiosísimas piedras preciosas, pintado con diseños y colores variados, protegido por una barandilla de noble metal que guardaba las obligadas distancias con el soberano.
A un paso de aquí fue donde el emperador Shah Jahan penó el último tramo de su vida, encerrado en uno de los torreones por su hijo y sanguinario sucesor: por el envidiable aspecto del aposento, una estancia abierta y reluciente ante nuestros ojos, presidida por una fuente escultural, todo mármol hermosamente trabajado, lujo y comodidades, no semeja una cárcel en la cual el papá lo haya pasado tan mal como un prisionero al uso, salvedad hecha de los tristes recuerdos y la melancolía que lo embargaban cuando, sin libertad y sin consuelo, dirigía la mirada hacia su Taj Mahal, el bello mausoleo de la esposa ausente. Al salir, como contraste inédito en un lateral del patio, está la tumba de uno de los gobernadores británicos, que quiso quedarse aquí para siempre. Nosotros, que no queremos, abandonamos el lugar, ahora repleto de gente. La tarde está avanzada y el calor nos ha dado un ligero respiro. Mañana más.
El sueño del Taj Mahal
Como esta noche toca dormir poco, un viaje a la Inglaterra del siglo XVII nos vendrá bien para conciliar el sueño. Por allí anda un tal Guillermo Shakespeare, poeta y dramaturgo, que aún con un pie en la centuria anterior escribió un drama de ambiente italiano sobre el amor trágico. El tema nos traslada luego a la India, donde unas decenas de años más tarde esa ficción se hace triste realidad. Y en Agra, concretamente. Los protagonistas ya no son Romeo y Julieta, los dos personajes enamorados que murieron por la incomprensión y el odio entre sus propias familias, sino dos personas de carne y hueso: Shah Jahan, nieto de Akbar el Grande y a la sazón dueño y señor del Imperio Mogol de la India, y su esposa predilecta, Muntaz Mahal, madre, nada más y nada menos, de catorce hijos.
Ocurrió que, al morir esta en su último parto, el emperador soñó, en su desesperación de viudo enamorado (y, quién sabe, quizá también, en un arranque de orgullo, dilapidador como era, por mostrar su poder y su opulencia) que su musa llorada tenía que ser enterrada en el mejor panteón del mundo. Y, con la ayuda de Alá y de los recursos de las arcas imperiales, casi ilimitados, su sueño se acabó cumpliendo, no faltaría más.
Y lo hizo en forma de palacio de cuento, un capricho blanco propio de Las Mil y Una Noches. Así que se puso manos a la obra (bueno, él no, los miles de obreros, técnicos y expertos de todo el país y parte de Asia que necesitó para tamaña empresa y a los que, según una leyenda muy popular en la zona, cortó las manos nada más poner el ramo en el tejado para que no pudiesen construir otra igual, quién sabe) y vio cumplido su sueño a legua y media río abajo de su residencia oficial, el Fuerte Rojo, desde el cual alcanzaba a ver la majestuosa mansión sepulcral de su amada mientras, según cuentan también las crónicas, lloraba asomado a su balcón las penas de su desgracia. Más aun al final de sus días, ya enfermo y destronado, cuando su hijo Aurangzeb, individuo de armas tomar que mató a sus propios hermanos, lo relevó como emperador y lo encarceló en el mismo Fuerte.
A su muerte, eso sí, se respetó la voluntad paterna de ser enterrado junto a la mujer de sus sueños, con quien descansa para siempre. Sin poder imaginarse siquiera (o sí, que esta gente trabaja mucho para la posteridad, se saben protagonistas de los libros de Historia) que su bella desmesura arquitectónica, más de trescientos años después, se mantendría en pie, debidamente rehabilitada y protegida, y llegaría a engrosar el reputado elenco de las maravillas del mundo moderno y convertirse en patrimonio común de todos los humanos. Cosas de un Taj Mahal.
El Jardín del Paraíso
La única pega para visitarlo es el madrugón. Pero no queda otra si no quieres sufrir largas colas y riadas de gente o, lo que es peor una vez aquí, quedarte sin entrada y con cara de tonto. También te la puedes traer comprada con antelación, pero te condiciona un poco el plan de viaje. Sea como sea, merece la pena, porque es de las visitas que no defraudan, que no solo desmerecen sino que mejoran la idea previa que uno trae consigo. Así que esta mañana nos levantamos antes de que amanezca y nos encaminamos hacia las taquillas.
Cuando llegamos ya está formada una doble cola de espera, aunque no muy larga. Pasamos el arco de seguridad y entramos al recinto, un gigantesco espacio cuadrangular amurallado y dividido en diferentes zonas. Esta primera, que solo cruzamos de paso, donde se celebraba el antiguo mercado que convertía al lugar en una pequeña ciudadela, con sus puestos y sus caballerizas, da a una explanada con patios donde se ubican varias tumbas secundarias y cenotafios pertenecientes a otros miembros de la familia real. Todo del color rojizo de la típica piedra arenisca, también los muros y arcos del cercado así como la monumental darwaza o puerta de acceso a la zona principal, islámica en su diseño, su decoración y sus arcos (sin las dos puertas de plata que, al parecer, le fueron robadas en un saqueo bélico cuando ya llevaban allí más de cien años), que nos recibe antes de entrar en el paraíso del mármol. Porque esa parece haber sido la idea: construir un edén ajardinado y blanco como la yanna que la religión de Mahoma promete a sus fieles en el más allá, un hogar eterno de placeres, recreo y felicidad, un paraíso en la Tierra.
Y vaya si lo consiguieron: entrar a él es entrar de sopetón en otra esfera. Detrás quedan el Mundo, el caos, el ruido, la suciedad; aquí reinan la Naturaleza, el orden, el sosiego, la hermosura. Con la maravilla al fondo (completado y equilibrado este por la mezquita o masjid y su réplica o jawab, uno en cada esquina) cerrando sobre el río el único lateral abierto, se abre una vasta antesala verde partida en dos por un vergel rectangular perpendicular al monumento. Duplicado, sus dos ejes transversales lo dividen en cuatro partes dobles (las ocho puertas del paraíso coránico), separadas por cuatro canales (los cuatro ríos paradisíacos), con parterres de flores y un estanque alargado en el centro.
Todo comunicado, por senderos de tierra y estrechos canales de agua, con sus extensos laterales de parque, sombra y arbolado, propicios al paseo y al descanso, donde retozan confiadas las ardillas y unas gráciles aves muy blancas brillan sobre el agua limpia. Es el chahar bagh, jardín de estilo persa, respetado luego por los jardineros británicos, que añadieron algunos interesantes retoques de su cosecha victoriana; el lugar ideal para contemplar en todo su esplendor el espejismo blanco que ahora tenemos delante y que cambia de matices de color con las distintas luces del día.
La arquitectura mogol
Aunque bebió de diferentes culturas y escuelas constructivas, su trazado básico sigue las pautas del arte mogol, con influencia especial de la arquitectura persa: cimientos elevados en plataforma cuadrada y plana a modo de pedestal escalonado en decreciente, subrayado en vertical por cuatro minaretes erigidos en cada esquina y rematados con sendos chattis o pabellones, muy ligeros; planta octogonal con cuatro fachadas y otros tantos chaflanes, con todas las caras idénticas; un iwán o portón saliente en arco apuntado y escoltado por otros más pequeños, formando en cada lateral un conjunto de puerta y ventanas a modo de nichos en enmarcada arquería, con celosías caladas que dejan pasar la luz; gran cúpula central de cebolla (de manzana, amrud, para los árabes) sobre ancho tambor, rematada por una flecha dorada con la media luna en la punta y realzada por los templetes de la cubierta, más pequeños, de finas columnas y cúpulas apuntadas por estilizados pináculos, que sirven también de luminarias.
Todos estos elementos contribuyen a una perfecta simetría del conjunto que permite verlo siempre igual, por los cuatro costados, lo mires desde donde lo mires, y están ricamente decorados. El interior, diáfano, casi vacío, de clara sobriedad islámica, contiene las tumbas de los dos enamorados, en el centro y a la vista, debidamente cercadas y protegidas, que consisten ambas en una lápida de base y sobre ella la estrecha urna donde descansan, todo en mármol bellamente cincelado; en realidad, son simples cenotafios, puesto que las sepulturas originales que contienen los restos de ambos difuntos, enterrados mirando a La Meca, imitadas al detalle por las que ahora estamos contemplando, para su preservación se hallan depositadas en el sótano, justo debajo, y solo se abren a la visita pública dos días al año, coincidiendo con el aniversario de cada uno de ellos.
Alrededor de la sala principal, que cierra una cúpula secundaria, se abren espacios de tránsito y salida. Todo ello, dentro y fuera, resaltado por una delicada decoración que, sin menoscabar su preciosismo, mantiene esa aparente sencillez, esa ensoñadora blancura y ese halo de espejismo flotante con que sorprende a primera vista. Como el Corán prohíbe la representación icónica de dioses, santos personas y animales, dominan aquí, en las pinturas, relieves, tallas, mosaicos, taraceas y grecas, los diseños de motivos geométricos y vegetales de frutos y flores de loto (uno de los elementos, entre otros, que recuerdan la contribución hindú). Pero, por encima de todo, destacan dos trabajos muy originales de los artistas islámicos. Son, por un lado, las elaboradas caligrafías coránicas que cubren marcos y arquerías con suras y aleyas, los capítulos y versículos del Libro Sagrado. Por otro, las finísimas incrustaciones de pedrería, metales nobles y piedras preciosas, en el mármol del interior.
El pequeño Taj
Al día siguiente, para poder compararlos, cruzamos el puente y nos acercamos al que llaman el pequeño Taj Mahal, un poco más arriba al otro lado del río. Es el Itmad-Ud-Daula, que toma el nombre del noble que fue suegro de Jahangir, el emperador hijo del gran Akbar y padre de Shah Jahan, constructor del Taj Mahal, y, a la vez, abuelo de Muntaz Mahal, la malograda esposa que lo inspiró (endogamia real: Alá los cría y ellos se juntan). Se trata de un panteón en forma de palacio donde está enterrado él y otras personas nobles relacionadas con la Corte mogol de la época. Se encuentra al fondo de un recinto cuadrangular ajardinado, con caminos de tierra y canales y estanques de agua. La entrada a este espacio es una puerta monumental en arenisca roja que completa el muro de cierre y muestra ya una rica ornamentación.
El edificio principal, sobre una alta plataforma con escalinatas, muros de mármol y decoración de fina artesanía, con su simetría, su cúpula y sus cuatro minaretes, recuerda sin duda en su estructura general, más a primera vista y desde lejos, a su hermano mayor, pero la comparación no va más allá: palidece ante las dimensiones, el acabado, la luminosidad, la esbeltez y la calidad arquitectónica de este. Sin embargo, a pesar de su opacidad y deterioro interiores y de sus poco agraciadas torres, como anchos faros anclados en las cuatro esquinas, no deja de tener su encanto.
Antes de salir, en otro pequeño edificio del conjunto, a la izquierda, hacemos un breve descanso. Resulta un excelente mirador sobre el río Yamuna, que fluye justo abajo mientras un grupo de niños se remoja jugando en el agua, algunos desnudos. Estamos casi solos, aquí hay pocos turistas. A la salida, se nota cierto ajetreo entre los guardas y porteros, hay gente barriendo la entrada y policías que hacen fotos y dirigen al personal. Parece ser, nos cuentan, que esperan la visita de una autoridad. La calle sigue a lo suyo, indiferente. Como siempre.
DATOS PRÁCTICOS
–Alojamiento: Nuestro hotel fue el Ayulya Taj, muy buen hotel con todo tipo de servicio necesario y cerca del monumento más conocido de la ciudad, por eso de levantarse prontísimo para visitarlo. Además, para sorpresa nuestra, cuando dimos un pequeño al día siguiente tenía piscina, lo que puede resultar muy práctico para el calor que hace en India.
–Resto de viaje por la India. Nuestro viaje fue una gozada al contar con los servicios de un guía-conductor de la agencia Shyam Tours. Cuentan con muchos servicios para elegir lo que os interese y hacen la gestión en castellano. Podéis contactar con ellos en el email msshayam93@gmail.com. En cuanto a las visitas, fue un viaje completo de 25 días , visitando Ankleshwar, Udaipur, Mont Abu, Jodhpur, Jaisalmer, Bikaner y Jaipur anteriormente. Os lo recomiendo muchísimo ya que India es una locura de país pero tiene un patrimonio riquísimo y una sociedad muy interesante y diferente a la nuestra.