En principio, no se puede negar que abruma el número creciente de noticias que dan cuenta casi a diario de sucesos de esta naturaleza. Desde un vicario de Guipúzcoa, imputado por tocamientos deshonestos a menores, hasta ese entrenador deportivo enviado a prisión por abusos a varios menores, pasando por el padre de una niña, cuya enfermedad ha sido utilizada para cometer una descomunal estafa a escala nacional, al que se le ha hallado un archivo electrónico con fotos de contenido erótico o sexual en las que la menor está incluida, todos ellos son casos que despiertan, como decimos, una muy justificada alarma social. Esa reiteración prácticamente diaria de este tipo de sucesos nos puede inducir a pensar que hoy se cometen más agresiones sexuales a mujeres y menores de ambos sexos que nunca. Y podríamos estar equivocados.
Parece evidente, pues, que se trata de un asunto grave, de enorme complejidad, que cuestiona nuestra moral, nuestra ética y un modelo de sociedad, todavía profundamente machista, en el que la mujer y los niños quedan desprotegidos y dependientes de un patriarcado que no les reconoce la igualdad, la dignidad y el respeto como personas. Un patriarcado que confunde dependencia con pertenencia, por lo que se cree autorizado a tratar a sus dependientes como si fueran objetos susceptibles de ser utilizados, incluso por la fuerza, para satisfacer pulsiones y apetitos. Así, con sólo rascar el problema, se descubre que detrás de esta violencia hay una patología individual y un trasnochado componente sociocultural que hace prevalecer al hombre sobre la mujer, lo que genera conductas estereotipadas de dominio y superioridad masculinas que cuestan trabajo erradicar de nuestras tradiciones, costumbres y, en definitiva, de la convivencia diaria. En su conjunto, son actitudes individuales y colectivas difíciles de modificar o corregir, a pesar de los esfuerzos que se llevan a cabo, desde no hace muchos años, paraconseguir una verdadera equiparación en derechos del hombre y la mujer, una igualdad real que, más allá del texto de las leyes, impregne la vida cotidiana, doméstica e individual de las relaciones entre ambos sexos, sin discriminación ni perjuicios. Mucho se ha avanzado con estas políticas de igualdad, que muchos aún cuestionan, en nuestro país, pero es insuficiente. Incluso se han realizado importantes reformas legislativas para considerar delitos, y poder castigarlos, muchas de esas conductas machistas que convierten a la mujer y a los miembros más indefensos de la familia, los niños, en objeto de abusos y violencia de todo tipo, fundamentalmente de carácter sexual. Así, se ha tipificado como agravante de género la comisión de aquellos delitos que se ejercen contra la mujer por el hecho de ser mujer y como acto de dominio y superioridad. También se definen los delitos de odio, con los que se penaliza toda apología de la violencia de género y las incitaciones contra la dignidad de la mujer y la violencia contra ellas, tanto a través de los medios de comunicación como de las redes sociales e Internet. Se persigue, pues, cambiar la situación en que se halla la mujer en el contexto de una sociedad más igualitaria, diversa, plural, respetuosa y tolerante.
Y si esto pasa en nuestros días, ¿qué no pasaba antes, cuando ni la mujer tenía los mismos derechos que el hombre, cuando el poder tenía derecho de pernada y el varón era cabeza de una familia que le pertenecía por derecho patrimonial? Pasaba que la mujer y los hijos eran sujetos que le debían obediencia y sumisión al ser el varón el único sustento de la familia. Los varones tenían preferencia hereditaria, incluida la del trono, y retenían en exclusividad los mejores puestos laborales del mercado, quedando la mujer relegada, con la pata quebrada, a las tareas domésticas del hogar, donde debía prestar consuelo y solaz al hombre que retornaba sucio y cansado. Allí éste podía pegar, maltratar y humillar a los suyos, pues la ley, humana y divida, se lo autorizaba y consentía. Las violaciones formaban parte de los botines de guerra y eran consecuencias de la conducta exigida a los que se visten por la pierna y han de demostrar su fuerza, carácter y hombría. Todo ello, en más o menos grado, era lo común no hace mucho, sin que nadie se atreviera a denunciarlo, menos aún una mujer. No pasaba desapercibido, pero era considerado algo natural de la intimidad de la pareja. Y si hoy, con todo lo avanzado en políticas de igualdad, una de cada tres mujeres ha sufrido algún tipo de agresión sexual, según la OMS, ¿cuántas lo fueron entonces? Imagíneselo.