Descartes creía que allí, en un lugar concreto, en la glándula pineal, se encuentra el alma humana, y los hinduistas sitúan el tercer ojo justo en ella. Hoy la ciencia ha dejado de creer en el alma y desecha cualquier percepción que no sea la sensorial, pero sigue constatando la existencia de esta glándula, situada en el hipotálamo y encargada al parecer de hacernos percibir los cambios de luz (cuanta menos luz haya, más melotonina segrega), además de regular nuestro sueño. Mide no más de 5 milímetros, pesa más de 100 miligramos y tiene forma de guisante conoidal. Pues bien, unos científicos estadounidenses han identificado, por ahora en la trucha, el salmón y el pez cebra, un gen (agrp2) situado en la glándula pineal, que se encarga del camuflaje de estos animales. Esta proteína, afirman sus descubridores, posibilita que estos peces cambien de color como adaptación a su entorno.
Uno se pregunta qué hubiera pensado Descartes si hubiera sabido que el alma es la encargada de adaptarnos a las inclemencias de nuestro entorno, que la inteligencia (alma racional, que se decía por entonces) no es el órgano superior que nos emparenta con Dios, sino una prosaica herramienta de camuflaje, compartida con otros muchos animales, como peces o reptiles. No hubiéramos tenido que esperar a Darwin para saber a ciencia cierta que somos no más que unos animales que hablan, que nuestra superioridad en la escala evolutiva es una fabulación más con la que nuestra especie huye de su propia condición animal. Hasta el siglo diecinueve se creía que el alma caracterizaba la especificidad y superioridad del ser humano frente al resto de seres vivos. Darwin y Freud se encargaron de aguarnos la fiesta, colocando al homo sapiens en una rama más del frondoso árbol evolutivo, sometido a las mismas contingencias biológicas que el resto de mortales.
Incluso a estas alturas de la historia puede que existan algunos homínidos se resistan a pensar que son algo más que mamíferos con ínfulas. Sin embargo, la mayoría de los seres humanos, especialmente aquellos que desde muy pequeños son castigados con la feroz contingencia de la pobreza, saben muy bien que la inteligencia no es más que un recurso eficaz para buscarse la vida como uno puede (o le dejan). Aquellos que tienen por herencia, suerte o esfuerzo el pan diario sobre la mesa quizá puedan permitirse travestir el oropel en oro blanco, ascendiendo a la categoría de alma la infausta adaptación a las circunstancias. El resto, más de los que creemos, mantiene activa su glándula pineal, por si las moscas. Y el alma, haberla, habrala, pero en la otra vida. Que en ésta de sueños y literatura andan sobrados los cementerios.
Ramón Besonías Román