Título original : Água viva
Año de publicación y de esta edición : 1973 – Primera edición
Editora : Círculo do Livro
Estar ante un libro de Clarice Lispector (Tchetchelnyk, Ucrania, 1920 - Rio de Janeiro, Brasil, 1977) es sentir aquella curiosidad con frio en la barriga que se siente cuando se está por primera vez ante un libro de Machado de Assis, Jorge Amado, Rubem Fonseca, e imagino que también ante uno de José Saramago, no sólo por leerlo en su idioma original, el portugués, sino también porque ella es una de las principales exponentes de la literatura en lengua portuguesa, y junto a sus tres compatriotas mencionados entre los más importantes de Latinoamérica, y este primer libro superó las expectativas que tenía por ella. Pero lejos…, muy lejos. Las mismas expectativas que tenía por Haruki Murakami sin encontrar en aquella ocasión lo que esperaba, aquí con este libro fue todo lo contrario: fue un torbellino, un vendaval. En sus cortas ciento y quince páginas la autora no te da tregua ni descanso, pues de una cavilación pasa a la otra casi sin ser percibido el cambio. Es una prosa muy lírica que hace fluir la lectura, pero no se engañen, no es nada ligero, por momentos hasta es denso, es muy introspectivo, parece que está a tu lado hablándote bajito al oído, a veces como si fuese la voz de tu conciencia, y en otros trechos parece gritar. Ya de inicio pareciera que entras en una conversación comenzada e intentas agarrarle el hilo, y al hacerlo no te zafas más, ni cuando terminas de leerlo. Todavía estoy en shock; aún sigo encandilado, es el inesperado balde de agua fría que ingresa por una ventana de una combi en movimiento en un domingo de febrero; no esperaba todo esto. Es una escrita desenfrenada, casi una vertiginosa confesión, en la que mientras estás desgranando –o tratando de hacerlo- la idea expuesta, ella ya está en otra. Por momentos parece una escrita sin ningún pulimento, algo grosera, pero eso denota mucha honradez y sinceridad de la monologuista, como que esto es deliberado. Ahora es un instante. Ahora ya es otro. Y otro. Este instante cuando lo leas será ya pasado. Bienvenido al misterio de lo impersonal, al llamado "it".
De joven me sedujo Marilyn, ya luego me deslumbré con Björk y también me enfermé con Vivian Schmitt, y ahora tú Clarice. Tinha que ser ucraniana, me dice mi esposa, que es descendiente de esa nacionalidad, con un orgullo que la hace recordar la pêssanka, la sopa eslava, y claro, el pirogue (conocido en Rusia y Ucrania como “varênike” y “perohê”), culinaria ucraniana que alterno con la peruana, ya la pêssanka son los huevitos pintados. En el Paraná se encuentra la mayor colonia de descendientes ucranianos. ¿Será que han leído a Clarice? ¿Será que la conocen tanto como a Andiry Shevchenko? Ojalá que sí.
Ya inicié la lectura de otra obra, y es de un compatriota: pobre, se jodió, o me jodí yo, porque aún sigo pensando en ti, Clarice.