No sé si ustedes han tenido alguna vez la sensación de saber que la posibilidad de un mínimo entendimiento con una determinada persona estaba condenada a fracasar sin redención posible. En esos casos, pese a que uno ponga un denodado empeño en sacar adelante la relación, tiene la convicción profunda de que un abismo afilado y profundo te separa de tu antagonista; que cada cual habla lenguajes diferentes, que su mapa del mundo traza rutas a millas de la tuya, que palabras iguales poseen en el universo cognitivo de cada cual una exégesis fundada en axiomas anversos. Una sensación similar tengo cada vez que oigo por la prensa los discursos públicos del pontífice Benedicto XVI. Aunque con el tiempo he llegado a inmunizarme, aún adolezco de una cierta urticaria de indignación que me enciende la mala leche o, si me pilla manso, cortocircuita mi sentido común. Tras el sofoco, reconozco que una pasión de esta naturaleza es inútil, que agua y aceite, pese a poder convivir en un mismo hábitat, son fácilmente discriminables debido a su dispar estructura molecular.
En su primer discurso (homilía para los conversos), Benedicto XVI se ha dirigido en un principio no a sus fieles, sino a los paganos -políticos ateos y laicos díscolos, supongo-, rogándoles respeto a los valores cristianos (a saber). Un ruego del que se infiere que la opinión del pontífice respecto a la postura del ejecutivo y de cierto sector de la sociedad española en relación a la Iglesia Católica incomoda la sensibilidad del Papa. Resulta un tanto ingrato por su parte comenzar su periplo apostólico por tierras españolas recriminándonos intransigencia religiosa; más aún observando el despliegue de medios y personas que ha levantado su Jornada Mundial de la Juventud y que las instituciones políticas han acometido con tanta diligencia y profesionalidad. No es muy gentil por su parte, digo yo.
Dicho esto, Benedicto XVI -Ratzinger para los paganos- se ha dirigido a los jóvenes presentes, exhortándoles a no dejarse llevar por las tentaciones de este mundo y evitar la soberbia de creerse dioses, como esas personas que deciden ellos mismos qué es verdadero, bueno o justo, o aquellos otros que se mueven por la vida actuando por impulsos o al azar. El pontífice considera que esta actitud conduce a «una existencia sin horizontes, una libertad sin Dios». Al cierre de esta exhortación, un coro ha cantado exultante un Aleluya. Menos mal que uno es alérgico a estos happenings; de lo contrario, no hubiera aguantado levantar la mano a la espera de una explicación. Ya, ya sé que es propio de este tipo de celebraciones una adscripción pasiva a las palabras del pontífice, al que se le supone a priori y a posteriori total infalibilidad y validez cartesiana. Lo sé, pero uno no puede evitar tener algunas dudas y querer aliviar ipso facto el resquemor que le dejan en cuerpo y alma. Qué le vamos a hacer, Dios me hizo así, curioso y preguntón.
Lo cierto es que entendí muy bien eso de que no es recomendable -más aún durante el fragor hormonal de la adolescencia- dejarse llevar muy a menudo por los impulsos más inmediatos o por el sino de una ruleta, especialmente si con ello se intuye que van a ser peor las consecuencias que el desfogue. Lo entiendo y me uno a las súplicas del pontífice. ¡Jóvenes de todo el mundo, sed inteligentes, divertíos con seso y mesura,... pero divertíos! Lo que no acabo por masticar tan fácilmente es esa súplica de no decidir uno mismo que es más conveniente para sí. Eso me lo tiene que explicar el señor Ratzinger. Yo siempre había supuesto que Dios nos había instalado de serie un sensor de sentido común, que según las circunstancias o la voluntad, así subía o bajaba. Pero va a ser que no, que existe un libro de instrucciones que te indica paso a paso lo que es mejor para ti, sin mediación del entendimiento. Si me lo llega a decir antes, señor Ratzinger, me hubiese ahorrado horas y horas de deliberación y hubiese tirado del libro. Esas cosas se avisan. En fin, que les voy a contar yo a usted, paciente lector, que ya no sepa. Agua y aceite.
Ramón Besonías Román