Agudizando el Ingenio

Por Av3ntura

Cuando nos sentimos contra las cuerdas es cuando, de repente, somos capaces de acordarnos de esos recursos que ya creíamos olvidados y tirar de ellos para desenredarnos de una situación comprometida de la que no veíamos el modo de salir airosos.

Si repasamos anécdotas de lo que hemos vivido con anterioridad, encontraremos muchos ejemplos de esta capacidad que tenemos para salvarnos en el último momento tirando de memoria o de ingenio. Igual que los indicadores de nivel de combustible de los coches que, cuando nos avisan de que tenemos que pasar por la gasolinera, aún tienen gasolina de reserva para recorrer unos kilómetros, nuestras mentes acumulan recursos que, aunque no tiremos de ellos habitualmente, siempre están ahí para cuando los necesitemos. Entre esos recursos podemos encontrar el sentido común, la esperanza, la resiliencia, la flexibilidad, la paciencia, la creatividad, la empatía, la calma o el ingenio.

Hay personas que, dada su impulsividad, su prisa por vivir, su no tener nunca tiempo para casi nada y, sin embargo, tener la sensación de que nunca hacen nada bien, no dudan en afirmarse incapaces de dedicarle cinco minutos a pararse y pensar en cómo intentar solucionar mejor los problemas antes de lanzarse de cabeza a por ellos. Su método preferido parece ser la táctica del ensayo y error. A muchos de ellos les podemos reconocer por discursos del tipo “Mi única escuela ha sido la de la vida”. Lo sueltan a bocajarro y se quedan tan anchas antes quienes intentan convencerles de sus errores, basando sus argumentos en evidencias científicas de las que los otros no dudan en burlarse impunemente con sentencias tan agresivas como ignorantes: “¿Qué sabrás tú de lo que hablas? ¿Qué ciencia ni qué ciencia? Mucho cuento es lo que tenéis y muy poca calle”.

Imagen de Pixabay


En este año de pandemia que llevamos, estetipo de comportamientos se han dejado ver especialmenteentre los llamados “negacionistas”, que con su estrechez de miras no sólo se han puesto en peligro a sí mismos, sino también a los demás. La negación es una reacción muy natural en los humanos. Cuando no podemos con algo, tendemos a negar su existencia, como un sistema de protección que, curiosamente, nos acerca más al peligro que tratamos de evitar. Una de las fases del duelo cuando hemos perdido a un ser querido o nos enfrentamos a una grave enfermedad es, precisamente, la negación. Es perfectamente comprensible y podemos considerarla normal, siempre que no se dilate en el tiempo y evolucione sin demasiados problemas hacia la siguiente fase, que sería la de la ira, que luego ha de derivar en negociación, en depresión y finalmente en aceptación.

Ante un panorama como el que nos hemos encontrado en 2020 todos hemos tenido que pasar por una situación de duelo. Todos, al principio, hemos preferido negar lo que empezaba a parecer evidente. Nos hablaban todos los días de un virus que había aparecido en la lejana China y que, al parecer había pasado de un murciélago a un humano en un laboratorio, y que no parecía más complicado que una gripe. Luego empezaban a llegar noticias de que el virus había llegado a Italia, pero preferíamos no acabar de ver su peligrosidad. Celebramos manifestaciones el 8 de marzo sin preocuparnos de lo que estaban empezando a padecer los italianos y cinco días más tarde se decretó el estado de alarma que nos confinó a todos en nuestras casas, pudiendo salir a la calle sólo para lo imprescindible: comprar comida o medicamentos, ir al trabajo (los pocos que estaban autorizados a hacerlo), o pasear al perro.

Acudir a un supermercado o a una farmacia puso a prueba nuestra paciencia hasta límites insospechados, pues no recordábamos haber hecho tantas colas para poder comprar. Pero no nos quedó otra opción que la de acostumbrarnos a ellas y a las mascarillas y a los geleshidroalcohólicos.

También llegó el fenómeno del teletrabajo en las empresas, pero también en la educación, en la sanidad y en el resto de administraciones públicas. Y desarrollándolo descubrir que, cuando queremos, podemos y que todo lo que se nos resistía cuando creíamos que nadie nos movería de nuestra zona de confort, se nos imponía ahora sin darnos opción a réplica.

Lo que, en un principio, había de durar unos quince días, se prolongó durante semanas y llegaron los ERTES y los trámites online en cualquier gestión con la administración pública o privada, en los que nos acabamos haciendo verdaderos expertos a marchas forzadas. Las calles se vistieron de silencio y muchos animales aprovecharon para tomarlas y acercarse a nuestras ventanas, desde las que contemplábamos la vida pasar sin nosotros. El mundo se paralizó y hasta el aire logró descontaminarse. Y tal vez fuimos conscientes, en los momentos en que nuestras fases de ira y negociación nos daban una tregua, de lo peligrosos que resultamos los seres humanos para el resto de las especies y para el planeta que habitamos.

Al mantenerse la situación en el tiempo y crecer exponencialmente el número de infectados y de muertos, llegó la depresión generalizada. La crisis sanitaria derivó en una crisis económica que está resultando mucho más devastadora que la crisis que desencadenó la explosión de la burbuja inmobiliaria. Miles de autónomos arruinados, negocios cerrados que ya no han vuelto a subir sus persianas, trabajadores que han perdido definitivamente sus empleos, ERTES que se han prolongado durante meses y lo que aún está por venir.

Pero, pese a todo, acabamos aprendiendo lo que nuestras abuelas, con sus refranes de siempre, nos inculcaron de pequeños. Y al mal tiempo le pusimos buena cara, aprovechando el tiempo que nos obligaron a pasar encerrados en casa para hacer todo aquello que, en condiciones normales, no teníamos tiempo de hacer. Nos dio por desarrollar la creatividad en la cocina. Nunca antes habíamos hecho tantos bizcochos. También nos dedicamos al bricolaje y a leer con más frecuencia, y a grabar vídeos ingeniosos, y a componer música y compartirla en las redes, y a escribir hasta el punto de que este año muchas editoriales están saturadas de originales. Y la música también sirvió para amansar a nuestras fieras interiores. Y el mal de muchos nos sirvió para consolarnos, aunque no nos considerásemos tontos. Fuimos capaces de agudizar nuestro ingenio, de enredarnos en espacios virtuales para reencontrarnos con aquellos a los que no podíamos ver ni abrazar porque parecían estar muy lejos, aunque en realidad sólo estuviesen a unos pocos kilómetros. Nunca la distancia entre dos personas se había hecho tan larga. Aunque hemos sabido acercarnos, mantenernos unidos, enfrentarnos juntos al miedo, a la incertidumbre, a la soledad que sólo parecía romperse cada día a las ocho de la tarde cuando todo el mundo salía a los balcones o a las ventanas para fundirse en un aplauso unánime a los sanitarios.

Y, aunque seguimos pegados a las mascarillas e impregnados de gel hidroalcohólico, miramos esperanzados a ese 2021 que inauguraremos esta medianoche, gracias a las vacunas que ya han empezado a administrarse y teniendo la certeza de que, por muy oscura que nos parezca la noche, siempre llega el amanecer.

Pese a los muchos errores que hayamos podido cometer este año, quedémonos con los aciertos, que han sido muchos más. Alegrémonos por todas esas nuevas facetas de nosotros mismos que hemos descubierto y que hemos aprendido a explorar sin miedo. Por esos recursos que teníamos tan escondidos pero que, cuando más los hemos necesitado, no nos han fallado. Por todas esas redes que hemos sabido tender entre nosotros para reencontrarnos, aunque fuese en un mundo paralelo, en un espacio virtual en el que hemos llegado a sentirnos más vivos que en el real.

La vida es sentir, es conectar, es aprender, es explorar, es reinventarnos cada vez que nos lo exige el guion de una nueva realidad.

Estrella Pisa

Psicóloga col. 13749