NO HAY UNA única causa que explique la inesperada marcha de Esperanza Aguirre. Lo más sencillo sería colegir que su escapada obedece únicamente a motivos familiares o de salud. Es evidente que todos estos factores han pesado, pero no es menos cierto que alguien, como ella, que lleva la política en la sangre, que ha hecho de la política su razón de ser, también actúa políticamente con este imprevisto adiós que ni los más preclaros esperanzólogos habían sido capaces de atisbar.
Fiel a su estilo, Aguirre no se va de cualquier manera. Impone a su sucesor y deja sin capacidad de reacción al presidente de su partido, demasiado entretenido en sus altas ocupaciones económicas. No se lo consultó, se lo dio hecho y a Mariano Rajoy no le quedó otra que tragar con el candidato. Por muchos sarpullidos que le provoque el nombre de Ignacio González.Pero hay más, la todopoderosa presidenta madrileña también sabe que contra Zapaterovivía, políticamente, mejor. Eliminada, prácticamente, la posibilidad de ser presidenta de España y si un horizonte que ambicionar, Aguirre se ha encontrado con que el terreno de juego se le queda pequeño en Madrid. Sin cintas inaugurales que cortar, sin enemigo que poder batir y sin ganas de más pelea, la presidenta se resigna, ahora sí, y tira la toalla tras ser derrotada, por agotamiento, por Rajoy.El diseño de la jugada, obvio es decirlo, no ha sido precipitado. La estrategia viene de lejos y el primer paso fue la implacable defenestración de Francisco Granados como secretario general. Ella misma admite que lo viene pensando desde hace tiempo, tal vez antes de las últimas elecciones autonómicas, a las que, si tenía dudas, no debería haberse presentado. Su contrato con los madrileños, ahora incumplido, era de cuatro años y, salvo que su fortaleza se haya quebrado por culpa del maldito cáncer, debería haber cumplido con los electores.Deja como sucesor a una persona, hábil políticamente y con una innegable capacidad de gestión, pero que en cuyo expediente hay demasiadas tachaduras. Muy segura tiene que estar Esperanza Aguirre y mucho tendrá que maniobrar Ignacio González para evitar que los casos judiciales que le atenazan acaben amargándole la presidencia.
Aguirre, en definitiva, se va dejándole a Rajoy el regalo envenenado de González. El presidente del PP no quiere ver a González ni en pintura pero acepta, de momento, ese mal menor. Y todo con tal de que Aguirre, como abanderada del ala dura, deje de tocarle las narices. Ya lo dice el refrán, a enemigo que huye...