Elle a dit: "Garde tes trésors,
moi, je vaux mieux que tout ça.
Des barreaux sont des barreaux même en or
Je veux les mêmes droits que toi
Et du respect pour chaque jour,
moi je ne veux que l'amour"
Ella dijo: "Guarda tus tesoros, Yo, valgo más que eso. Las barras siguen siendo barras incluso si están hechas del oro. Quiero los mismos derechos que tu y respeto cada día, Yo quiero solamente amor."
en Aïcha, de Jean-Jacques Goldman y cantada por Cheb Khaled.
Las causalidades y yo nunca nos hemos llevado bien. En su día quise entenderlas haciendo uso de las rigurosas matemáticas, pero al final un torbellino de álgebras me condenó al ostracismo y me exilié en un paraíso de letras. Sin embargo, las casualidades y yo nos cruzamos de vez en cuando en la calle, nos saludamos, nos preguntamos cómo andamos y coincidimos en algún asunto. Hoy, sin ir más lejos, me encontré a la casualidad entre mis cascos del i-pod y el titular del periódico que elevé desde los pies del kiosco. Aïcha era cantada en un estribillo alzado por el king of raï Khaled, Rachid Tacha y Faudel, tres grandes artistas del género raï. E impreso sobre papel su rostro mutilado. «Maldita casualidad», me decía masticando la amargura.
A veces la casualidad insiste en ir más lejos y cabeceo una negación de su presencia en estos momentos. «En cualquier otro escenario quizás serías hasta bienvenida», le digo a la casualidad. Y ella, a veces tan terca, se lame una insistencia en el quebranto. Pronuncia con sigilo un recuerdo que guardaba en la memoria y susurra en mi sien: «Aïcha...Aïcha que significa "mujer viva"».
Mujer viva y mutilada, arrojada como tantas otras a la esclavitud mortuoria que late día a día en un lejano Afghanistán, en un cercano piso, acaso en mi ciudad o en la tuya, y cuyas ventanas, censuradas por las persianas del resquemor, no ven. Son velos distintos pero velos, al fin y al cabo. Velos que deberían no ser por decreto de la humanidad. Deberían no ser o ser nada, inexistencia, vacío como también deberían no ser los velorios taurinos, las torres de controladores ricachones, las islas de millones de hambrientos ("pero no te olvides de Haití" como dice Forges todos los días), mares desiertos, guerras, guerras, guerras, ese largo etcétera, ya sabes, guerras que permiten glasear a "princesas disney" como Naomi Campbell para que millones de espectadores se disputen entre sí, con sus panchas panzas, la crisis del complemento entre sus zapatos de violaciones, sus diamantes de sangre, su maquillaje de torturas, su bolsa de cadáveres.
Leída toda la historia de la humanidad, uno siempre se ve amenazado por caer abatido en un rincón de la dimisión de la razón. ¿Cómo es posible que la mujer viva, los niños vivos, los seres y las cosas vivas sigan padeciendo tantos velos y velorios? ¿Cómo es posible llevar una canción a los escenarios, países, muchedumbres de décadas y no oírla?«¿No oírla?», me pregunta la casualidad estupefacta.